Capítulo 1.

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Un hombre joven, que manejaba en una carretera solitaria y curveada, soltó por enésima vez una palabrota seguida de una maldición. Estaba muy retrasado como para llegar a tiempo a su reunión. Al menos el verdor de los árboles y la frescura dentro del auto por tener puesto el aire acondicionado, hacían que no estuviera tan de malhumor como en otras ocasiones.

Lo único que quería era llegar a la reunión, que esta terminara —estaba seguro que llegaría al final, al menos podría explicar el porqué de su tardanza—, y llegar al hotel a descansar un poco, pues el estrés de los últimos días no lo dejó dormir muy bien. No es que no estuviera contento con la situación que estaba pasando, al contrario, pero el estar a punto de casarse era, de cierta forma, agobiante, más que nada por los planes de la ceremonia, el tiempo y, lo más importante: el dinero.

En un momento en que el camino se volvió recto, divisó una silueta a lo lejos; ya más cerca pudo notar que era un hombre que pedía un aventón quién sabía a dónde. Frunció el entrecejo con molestia. En el cielo se notaban nubes oscuras a lo lejos, tal vez se avecinaba una tormenta, pero aun así no pensaba ayudar a un desconocido en medio de la carretera, que tal si era un psicópata.

El sospechoso, al ver que aquel joven no pensaba ayudarlo, tuvo que idear un plan rápido y arriesgado; el auto todavía se encontraba lo suficientemente alejado para poder cometer su locura. No lo pensó dos veces y se aventó en medio de la carretera, acción de la cual se arrepintió de inmediato. El auto frenó de volada y el conductor casi perdió el equilibrio.

Con el corazón acelerado y la piel pálida por el susto, el joven bajó del vehículo, gritándole y mentándole la madre al cabrón que se había hecho ovillo en medio del camino.

—¡¿Qué te pasa, imbécil?! ¿Acaso eres suicida? ¡Hijo de puta!

El hombre más viejo, que casi, casi se cagó del susto. Aunque él mismo era el culpable, trató de poner una expresión llena de calma.

—No-no, na-nada de e-eso —tartamudeó y luego respiró con profundidad—. Lo que pasa —dijo acercándose al auto— es que necesito ayuda, y como vi que tú no pararías, decidí tomar medidas extremas. —Sin decir más, se subió en el asiento del copiloto.

El joven no pudo expresar su indignación hasta segundos después de que se le pasó el asombro.

—¡¿Qué crees que haces?! ¡Baja de mi auto!

—¿O qué?

—¡¿O qué?! —Repitió—. Pues yo... Yo... ¡Llamaré a la policía!

—Vamos, no seas así, estoy solo y necesito ayuda, se aproxima una tormenta...

—¿Y a mí qué? Bájate, y a propósito, ¿qué hacías solo en medio de la carretera?, ¿escondiste un cadáver o qué?

El mayor no quiso seguir discutiendo, así que se limitó a mostrarle una manopla que llevaba escondida en el bolsillo de su chaqueta.

—Mira, animalito, no tengo ganas de discutir —se colocó el arma en la mano—, así que tú decides si me llevas de forma pacífica a un lugar habitable o me llevo tu auto y te quedas aquí con un madrazo en la cabeza.

El joven no pudo reprochar nada, así que terminó subiendo al vehículo en silencio; segundos después lo encendió y se atrevió a hablar.

—¿Seguro que no me matarás si te llevo a la ciudad o pueblo más cercano? —Comenzó a manejar despacito.

—Segurísimo. —Guardó su arma con mucho cuidado y se limitó a ver el paisaje.


***

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