Era primavera, y aquél sábado me desperté tranquila y sonriendo. Era el primer fin de semana en mucho tiempo que pensaba tomarme un descanso para mi sola.
Decidí enroscarme entre las sábanas y disfrutar durante un rato más el placer prohibido de seguir en la cama, saboreando los últimos sueños. Tras unos minutos, más de los que yo hubiera reconocido, me levanté a desayunar.
Cuando subí la persiana el sol me cegó de golpe, una vez mis ojos se adaptaron a la luz me asombré. Aunque había llovido toda la semana, esa mañana era fabulosa. Me emocionó ver cómo unos pajarillos jugaban de un lado para otro... y me dije con alegría "Sí, hoy me toca salir al campo".
Al darme la vuelta no pude evitar detenerme frente al espejo, desnuda, tal y como suelo dormir. Observé mi cuerpo unos instantes. No soy ninguna top-model, tengo mis curvas y siempre hay algún detallito que podría mejorarse, pero ¡Qué narices! ¡No estoy nada mal!
Me encanta la suavidad de mi piel, es tan sensible que a veces me dan escalofríos solo con acariciarla suavemente. Coloqué mis dedos sobre mi muslo y los dejé subir, deslizándose sobre mi cadera hacia el vientre y desde aquí hasta el costado, rodeando mi pecho. ¡Aquí está! Un escalofrío me recorrió de arriba abajo, haciendo que toda mi piel se erizase y mis pezones se endurecieran de repente.
Coloqué las palmas de mis manos sobre ellos y los presioné un poco. Mi intención era calmarlos, pero me encantó la sensación. Vi que estaba empezando a excitarme y no quise entretenerme, por el momento... así que me vestí y fui a la cocina.
Una vez hube desayunado y preparado mi mochila con el almuerzo salí de casa. Tengo la suerte de vivir al pie de la sierra y desde mi casa se puede llegar con facilidad a senderos de rutas muy bonitas y poco transitadas. Es el lugar perfecto para caminar entre los árboles, disfrutar del paisaje y sentarse sobre la hierba de cuando en cuando.
Tras veinte minutos de camino, decidí explorar un sendero que no conocía. Nunca había recorrido esa parte del bosque.
La escena irradiaba vida y alegría allá donde mirases: los rayos del sol se filtraban entre las hojas de los enormes arboles, los pájaros silbaban y gorjeaban sus melodías, las ardillas traviesas hacían de las suyas...
Viviendo aquel momento, todo lo demás no existía. Seguí caminando sin pensar en el tiempo ni en el camino, solo en sentir el éxtasis de la naturaleza.
Paré a beber un poco de agua y cuál fue mi sorpresa... había un pequeño cuaderno de notas en el suelo. Lo recogí y me puse a ojearlo. Estaba lleno de anotaciones con muy mala letra. Muchas tenían que ver con especies de plantas y de pájaros, otras parecían pensamientos, reflexiones y pequeñas rimas, partes de algún poema. Me intrigó qué clase de persona lo habría perdido.
No me había cruzado con nadie en mi camino, de modo que el misterioso autor estaría en la dirección a la que yo me dirigía. Decidí seguir adelante.
No tuve que avanzar mucho para encontrarme, esta vez, con una mochila en medio del camino. Cuando llegué a ella me detuve y comencé a mirar alrededor. No veía a nadie.
- ¡Disculpa!... ¡Por favor, espérame!
Me giré y pude ver cómo un chico salía de entre los árboles, lejos del sendero, y caminaba hacia donde estábamos su mochila y yo.
Cuando ya estaba más cerca pude mirarle bien. Era un hombre joven, no muy alto, con buen aspecto. Aparentaba tener alrededor de 30 años, quizás algo menos. Su cabello castaño era largo, recogido en una coleta alta y tenía barba recortada. Por su mirada y sus gestos se podía ver que llevaba un rato agitado. Preguntó:
-Perdóname. He perdido un cuaderno, es pequeño. ¿No lo habrás visto por el camino?
No pude frenar una media sonrisa mientras me llevaba la mano al bolsillo y lo sacaba, mostrándoselo burlonamente desde donde yo estaba.