Rastros de sombra en el sofá

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Julián sudaba y le suplicaba a la luna que lo cargara en brazos mientras una
horda de monstruos corría detrás de él.
Las calles se habían vestido de gala, el cielo se había pintado de melancolía, y
la noche se la pasaba recitando poemas. Entre tanto, en el suelo hostil de un
pueblo caótico, Julián corría temeroso de que la muerte le tocara el hombro en
cualquier instante.
Los monstruos se acercaban cada vez más, pesados y furiosos. Tenían rostros
de caballos, cerdos, perros y cualquier otro animal capaz de intimidarlo. Algunos
otros simplemente llevaban pañuelos que les cubrían la boca. Julián se tropezaba
de vez en cuando y el suelo parecía abrazarlo para impedirle que se levantara.
Sin embargo, motivado por su instinto de preservación, el chico lograba levantar
su cuerpo del empedrado y seguir corriendo mientras los monstruos continuaban
con su alocada cacería.
Y mientras la escena se desarrollaba y la desesperación jugaba con los gestos
de Julián, las demás personas en el pueblo observaban desde la seguridad de una
ventana. Los ojos curiosos disparaban miradas directamente a la piel de Julián y
luego se clavaban en su carne. La gente emitía palabras que sólo hacían eco
dentro de sus casas, en sus rostros se podía percibir el cálido alivio de estar
protegidos por cuatro paredes. Julián tocó infinidad de puertas que nunca se
abrieron, arrojó gritos que ningún oído se dignó a escuchar. La gente no hizo
nada. La luna tampoco.
Los monstruos rugían embravecidos. Entre alaridos pronunciaban el nombre de
Julián. Le contaban qué le harían cuando lo alcanzaran, le prometían una muerte
llena de poesía.
Las pisadas y el empedrado parecían estar dando un concierto, la furia le
otorgaba cierto calor a las calles, como si el sol hubiese salido de noche sólo
para retar a la luna. Julián corría con el corazón a punto de abandonarlo para irse
a habitar otro cuerpo. Corrió, corrió, corrió. Hasta que finalmente llegó a casa, el
lugar que usaría como refugio poco efectivo.
Atravesó la puerta, y por un plácido segundo, pensó que la pesadilla había
finalizado. Cerró los ojos y los apretó como si quisiera estallar. Sin embargo, las
pisadas, los bufidos y los golpes seguían escuchándose en la calle, como un carnaval en el que sólo participaban bestias. Pronto llegarían, derribarían la
puerta y se tragarían a Julián.
El muchacho miró el interior de su casa, y el tiempo le concedió una tregua.
Los recuerdos vinieron poco a poco, como una llovizna de agua cálida. Anita,
Anita, Anita. El nombre de su amada formó una canción en su mente.
Julián evocó el sabor y la textura de sus labios. Sus ojos eran esmeraldas, su
cintura era un refugio contra la miseria. Probablemente en el sofá aún había
rastros de su sombra. Quizá su voz se había escondido en algún hueco de la
pared, esperando a que Julián colocara el oído para escucharla murmurar. En ese
pedazo de mundo, el amor venía para mitigar el caos, el peligro y la muerte. El
muchacho lloró sin siquiera esforzarse por reprimir las lágrimas. Si Anita
estuviera con él… hubiera, hubiera, hubiera. Maldito hubiera.
El sudor en su rostro le pedía que volviera al presente, la fatiga le aconsejaba
seguir recordando un poco más. La palabra amor, inexplicablemente, rimaba con
Anita. Aquella casa era un tributo a los momentos juntos, y el pasado se
empeñaba en seguir existiendo. Los rayos de luna se filtraban por la ventana,
propiciando una alegre alucinación: Anita bailando en medio de la sala. El rostro
de Julián esbozó una triste sonrisa. Si el cielo hubiese contado con más nubes
esa noche, probablemente hubiera llorado.
Y entonces, despedazando toda esa dulce nostalgia, un grupo de monstruos
comenzó a patear la puerta, a romper las ventanas, y a gritar enfurecidos
buscando a Julián.
El muchacho se levantó y subió por las escaleras mientras todos aquellos
caballos, cerdos, perros y encapuchados entraban a la casa destruyéndolo todo.
Corazones vestidos de rabia, miradas coléricas que buscaban a su objetivo.
Julián logró llegar a la azotea. La luna lo estaba esperando. Un grotesco eco de
voces se acercaba desde la planta baja. Julián quiso pronunciar el nombre de
Anita, pero sintió que no tenía derecho. Miró el cielo, e imaginó que su amada
era la estrella más brillante y que le estaba sonriendo. El pueblo estaba quieto,
anhelante, hermosamente desastroso. Los monstruos llegaron a la azotea y
encontraron a Julián parado en una orilla. Corrieron hacia él, generando una
dramática resonancia con sus pesados pasos. Los labios abiertos emitían gritos
que deleitaban a la muerte.
Los ojos de Julián se cerraron para permitirle imaginar que Anita le besaba la
frente. El muchacho dejó que su cuerpo resbalara desde la orilla, abrió los brazos
como si quisiera volar. El viento corrió en dirección contraria, intentando inútilmente empujarlo para que no cayera. Los cerros cantaron mientras el
cuerpo de Julián descendía. Y cuando chocó contra el empedrado, la muerte
aplaudió.
Silencio, todo se volvió silencio. Los monstruos se asomaron al vacío para
toparse con el cadáver de Julián. Arrojaron sus palos y tubos al suelo, cansados y
emocionalmente agitados. Se miraron entre sí, como si buscaran calma en otros
ojos.
Una mujer con el corazón roto y el rostro adornado de tristeza llegó hasta la
azotea. En ese momento, todos aquellos hombres se quitaron las máscaras, las
bandas y los pañuelos para mostrarse como humanos ante ella.
No hubo palabras que se escaparan de los labios de la mujer, todos le abrieron
paso bajando la cabeza. Al llegar a la orilla de la azotea, la mujer se asomó. El
cadáver de Julián no la complacía tanto como aquel grupo de hombres
imaginaba. No le arrancaría su pena, no le devolvería a su hija.
Anita había pasado sus últimas horas a lado de Julián, intentando explicarle
que no estaba enamorada de él, y que ni siquiera se conocían bien.
Una tarde en la plaza, Anita lo había saludado por cortesía. Y eso fue suficiente para Julian...

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