Estrellas dormidas

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Un hombre y una mujer, rotos y desgastados, contemplaban una enorme
fogata.
En aquel lugar sólo había coyotes, cactus y pedazos de luna regados en la
tierra. Detrás de ellos se dibujaba una cabaña, la cual serviría de refugio hasta
que la madrugada se muriera.
La mujer, con las pupilas fijas en las llamas, dejó que el pasado viniera por
ella. Los recuerdos de una hija que no alcanzó a cumplir los siete años le
volcaron la cabeza. La muerte le había robado sus risitas y el amoroso calor de
sus besos sorpresa. Encontraron su pequeño cuerpo en uno de esos rincones
incompletos de la ciudad, en un mal intento del señor Vilchis porque nunca fuese
descubierta.
La mujer se vio tentada a dejarse caer en la fogata mientras su memoria repetía
el nombre de su hija letra por letra. Su felicidad y el señor Vilchis se habían
escapado. Y ambos eligieron la misma noche.
El hombre, por su parte, buscaba entre las chispas que soltaba la fogata el
rostro de su propia hija. Ella se quedó a medio camino de los doce años, su
sonrisa de luna era uno de esos majestuosos espectáculos que él nunca se tomó el
tiempo de apreciar. Su muerte trajo consigo una pena con dientes y garras. El
profesor de su hija, el señor Vilchis, había tomado lo que le interesaba de la niña
y había botado el resto, dejando sólo un cadáver inanimado. Todas las estrellas
estaban dormidas cuando se fugó.
Ahora, tras conocerse unos meses antes, aquella mujer y aquel hombre con los
corazones encogidos se habían reunido en ese lugar fuera del alcance de todos,
en un desesperado intento porque sus historias encajaran. Se tomaron
fuertemente de la mano, lo cual no fue una señal de romanticismo, sino un gesto
de solidaridad. Sus miradas contemplaban cómo la fogata se alzaba hasta casi
rasgar las estrellas. Una fogata imperial, una fogata llena de rabia, una fogata que masticaba, una y otra vez, el cuerpo del señor Vilchis.

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