Capítulo 2. Silvia

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Silvia de la Iglesia llevaba ya varias semanas despierta, pero todavía no se lo había dicho a nadie.

Ni siquiera se lo había revelado a Josefina, la enfermera que pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, ese ángel que, con grandes dosis de paciencia y cariño, le daba de comer, la bañaba, la peinaba y la sacaba al jardín. También le hablaba a todas horas, casi de continuo, para intentar anclarla a la realidad.

¡La querida voz de Josefina! Fue la que forjó la senda que trajo de vuelta a Silvia, la que la arrancó del silencio y la negrura, ese rincón remoto de sí misma en el que se ocultó cuando tenía diez años. Le debía mucho a esa mujer, bien lo sabía, más de lo que nunca podría retribuir. Pero, mientras siguieran en el centro psiquiátrico San Simón, el lugar de ángulos blancos en el que estaba internada, Silvia no podía permitirse confiar en nadie.

¿Acaso podría hacerlo algún día? A veces lo dudaba. El presente le resultaba extraño y terrible; el futuro, amedrentador; el pasado... No, ni siquiera se atrevía a mirar en el pozo destrozado que era su memoria, no quería recordar qué ocurrió la noche en que murió su madre, qué hecho espantoso quebró su mente y terminó llevándola hasta allí.

Pero, ni intentándolo con todas sus fuerzas hubiese podido olvidar por completo las historias sobre la misión de su linaje. Su madre, su abuela, su bisabuela... Las mujeres De la Iglesia, las únicas capaces de distinguir entre los seres humanos y los demonios que se movían con sigilo por las grietas de ese mundo roto que otros llamaban realidad. Las únicas capaces de enfrentarse a ellos y derrotarlos.

Durante su infancia, Silvia había recibido esas enseñanzas casi cada noche, en vez del cuento de hadas que escuchaban otros niños. En lugar de risas, magia y maravilla, había habido miedo, sombras y alientos entrecortados.

Y en el San Simón había demonios por todas partes. Los había visto.

Incluso allí, al aire libre, sentada en un banco del jardín con Josefina, casi podía oler el azufre.

Silvia se estremeció. Estaba débil, era vulnerable. Si debía sobrevivir, más le valía reponerse cuanto antes. Necesitaba aprender de nuevo a actuar como un ser humano. Además, quería hacerlo, lo deseaba con todas sus fuerzas. Llevaba catorce años fuera del mundo, como había comprobado gracias al calendario colgado en la sala común. Catorce años perdidos.

Tras tanto tiempo agazapada en aquella nada oscura, se sentía ávida de vida y detalles. Los colores siempre la llenaban de asombro, los sonidos la fascinaban; había algo mágico en los aromas.

Sus ojos vagaron sin rumbo por entre los árboles y los setos, siguiendo el vuelo errático de una mariposa o el movimiento de las ramas con la brisa, y se perdieron durante largos minutos en las siluetas de las nubes. Otros internos estaban paseando por las cercanías; algunos charlaban en grupos o jugaban y disfrutaban del buen tiempo. Varias enfermeras y celadores se movían entre ellos, de un lado a otro, para asegurarse de que todo el mundo se encontraba bien atendido.

Alguien cantaba bajo el sol. Alguien reía.

Silvia suspiró. A pesar de todos sus miedos y problemas, esa tarde tan luminosa hubiera podido ser perfecta, pero Josefina estaba emitiendo una fuerte sensación de melancolía, una tristeza que era como un vaho que lo empañara todo. Estaba tan callada... Solía ponerse así cuando pensaba en la hija que perdió en un accidente. Seguro que era eso.

Se llamaba Almudena. Dos años atrás, su coche se había salido de la carretera, en la ladera del Artxanda, y se había despeñado hasta chocar violentamente contra un árbol. Josefina se lo había contado muchas veces. Almudena iba con su novio y, al parecer, habían superado con mucho el límite de velocidad. Ella no había sobrevivido. Tenía tan solo veintitrés años. Su muerte había dejado a su madre destrozada.

Tiempo de Héroes - Acto 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora