Capítulo 4. PekinP

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Le gustaba conducir. Prefería hacerlo antes que tomar un avión y, total, seiscientos kilómetros tampoco eran tantos. Además, esas cinco o seis horas le habían dado margen para pensar en sí misma y en lo que le había ocurrido. No había llegado a grandes conclusiones, pero se sentía mejor, más tranquila.

Su ciudad, su hogar, se extendía ante ella para darle la bienvenida. Nunca hubiese creído que le fuese a afectar tanto volver a verla. Según se iba acercando con el coche, bajo un cielo azul cuajado de pequeñas nubes, fue reconociendo los grandes pabellones que jalonaban la carretera y, al fondo, como siempre, las colinas verdes que había recorrido tantas veces, con sus bosques de pinos. Tras tomar la salida de la autopista se encontró por fin en la avenida de Sabino Arana, que, en su primer tramo, se veía invadida por la vorágine de vehículos que entraban y salían de la ciudad. Custodiada por grandes árboles, la llevó hacia la Gran Vía y, luego, tras un breve serpenteo de calles, hasta la casa de sus padres.

Al ver el portal frente al que tantas veces jugó a la cuerda de niña, con sus primeras amigas, sintió una fuerte emoción, algo que subió desde su estómago y humedeció sus ojos.

¡Por fin los lugares queridos! Qué sensación tan extraña provocaba el regreso.

Mientras aparcaba, vio por el retrovisor el coche que la seguía desde que empezó el viaje. Le constaba que estaban allí por su bien, para protegerla, pero no podía evitarlo: odiaba que fuesen con ella a todas partes. No era capaz de contar las veces que había sentido la tentación de pisar el acelerador y escapar a toda velocidad, o de meterse por una de las carreteras secundarias sin darles tiempo a reaccionar. Huir parecía dársele bien.

Qué tontería. Solo al planteárselo, solo al pensar en quedarse sola y que aquellos cabrones pudieran localizarla y arrastrarla de vuelta a su infierno, a matarla poco a poco entre torturas y dolor, el miedo la atenazaba, le costaba controlarlo. Por su causa había tenido que parar tres veces en los últimos cien kilómetros. Hasta entonces, nunca había creído de verdad que se pudiera morir de terror, de puro pánico. Pensaba que era cosa de la literatura o de las películas, tan truculentas; pero, cuando el corazón se te desbocaba, cuando el pecho te oprimía tanto que ni podías respirar, cuando las manos te temblaban apretando el volante de forma incontrolable, la idea de una muerte repentina no resultaba tan insólita.

Supuso que era difícil vivir con normalidad después de una experiencia como la suya. Le gustaría poder descansar y borrarlo todo de su memoria.

No. No era cierto. No quería olvidar.

Su nombre era Graciela, Graciela Freire Pascal, aunque la que regresaba a casa ese día no era aquella muchacha de provincias que se marchó a los veinticinco años, sin apenas experiencia en el mundo y con un exceso de confianza en los demás y en sí misma. Ahora tenía veintisiete y se llamaba PekinP. Sentía que se llamaba PekinP y que era alguien muy distinto. Había muchas marcas en su cuerpo y en su alma que lo confirmaban, cicatrices que jamás iban a borrarse y que eran como un mapa que conducía a otro mundo: a la oscuridad, al caos, al rugido de la tormenta que vivía en su interior. Ya nada era lo mismo. Nunca volvería a ser lo mismo.

Por eso resultaba absurdo emocionarse tanto con su vuelta. No le quedaba nada ni nadie en aquel lugar, excepto esos paisajes tan amados pero que no la reconocían a ella, porque era otra. No tenía trabajo y, cuando se miraba en cualquier espejo, era consciente de que no volvería a tenerlo nunca. No le quedaban amigos ni familia: su padre murió años atrás y, no hacía mucho, su madre también. No quería pensar en lo angustiada que debió sentirse esos últimos días por causa de su desaparición, en lo sola que la encontró la muerte...

Si se detenía en esa idea, si permitía que ese dolor la atravesase como un alfiler a una mariposa, se quedaría paralizada y la alcanzaría el alarido de horror que siempre la estaba persiguiendo, ese espanto inmenso que rastreaba sus huellas y la rondaba en sueños. Se volvería vulnerable y no podía permitirlo. No podía. Tenía algo que hacer, algo que era muy importante para ella.

Tiempo de Héroes - Acto 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora