Solo me había emborrachado dos veces en mi vida al punto de no recordar nada al día siguiente.
De la primera no puedo hablar sin permiso de mi abogado (lo cuál es una lástima, porque se trata de una anécdota legendaria que me volvería la mujer más venerada de toda la oficina).
La segunda, al parecer, fue el que debía de ser el día más feliz de mi vida: mi boda.
Comencé el año en una cama que no recordaba, pero con almohadas mil veces superiores a las mías. Lo primero que noté fue el anillo plateado que llevaba colgando del cuello en una gruesa cadena, sin la más mínima idea de cómo había llegado ahí.
Al menos todavía tenía ropa puesta. No era mía, y por el profundo aroma a colonia era más que evidente a quién le pertenecía la enorme sudadera negra que cubría mi cuerpo, pero era mejor que despertar completamente desnuda en la cama de alguien que apenas supo de mi existencia hace veinticuatro horas.
Haciendo caso omiso al incipiente dolor de cabeza que amenazaba con arruinar mi mañana, me incorporé y analicé el lugar donde estaba. Su habitación estaba lejos de ser el palacio de cristal y acero inoxidable en el que había imaginado que viviría un hombre como él. Dos de las paredes estaban decoradas con fotos, mapas y pósters de películas que parecían haber sido puestos al azar, aunque todas combinaban demasiado bien entre sí como para ser el caso. En otro muro se podía ver el ladrillo original de la pared, lo que le daba una sensación hogareña al lugar.
Y en la pared restante había una sola cosa.
Zapatos.
—Por favor, que no sea alguien con fetiches de pies —murmuré mientras salía de la cama.
Alguien había clavado cientos de pequeñas estanterías en la pared, donde descansaban los cientos de pares de zapatos del señor Rosetti. ¿Sería el sugar baby del dueño de una zapatería?
Era tan buena teoría como la fetichista.
El sonido de una licuadora a lo lejos me recordó que tenía compañía. Siguiéndolo, me levanté y atravesé un pasillo, sintiendo la calidez del piso de madera en mis pies descalzos. Pasé un par de puertas y al final encontré la cocina, donde una isla de madera la separaba de una sala de muebles blancos inmaculados.
—Pensé que sería más grande —dije entrando a la cocina.
—¿Qué cosa? —respondió con fingida inocencia.
Duncan estaba vertiendo el contenido de la licuadora en dos vasos altos. Se veía irresistible en una camiseta blanca de mangas cortas que se pegaba a su fornido cuerpo, con su cabello rubio despeinado cayéndole frente a los ojos. En directo contraste a como debía de verme yo, con la ropa robada arrugada y el rímel corrido.
—Tu departamento —respondí ignorando el doble sentido de su pregunta y sentándome en uno de los banquitos de la isla.
Se volteó y colocó frente a cada uno los vasos llenos de un líquido verdoso.
—¿Qué es esto?
—El desayuno —contestó como si fuera la cosa más obvia del universo —. Licuado de siete verduras. Todas las propiedades de la alcachofa, berenjena, espárrago, apio, zanahoria y brócoli para iniciar tu día.
Vaya desayuno, parecía la pipí de un alien. Adiós a mi fantasía de que me llevaran fruta picada y hot-cakes a la cama en una bandeja con flores.
—Esas son seis verduras —comenté mientras juntaba coraje para beberme esa cosa.
—La séptima es el ingrediente secreto —me guiñó el ojo, y tomando su vaso lo vació con la misma facilidad con la que la noche anterior se tomaba los shots de tequila.
Armándome de valor, seguí su ejemplo para descubrir que tenía razón. El jugo sabía a la pipí de un alien.
Mi estómago apenas se estaba reponiendo de la noche de ayer, y aunque una mezcla de vegetales era lo último que esperaba, pareció recibirlo de buena gana. Tal vez podría aprender una cosa o dos de Duncan.
Ambos empezamos a hablar, para detenernos y dejar que el otro lo hiciera.
—Tu primero —volvimos a decir al mismo tiempo. Finalmente él me señaló y suspiré.
—Bueno, todo parece indicar que estamos casados —dije poniéndome el anillo en mi dedo anular. Me quedaba flojo, y tenía grabado un diseño tan feo que seguramente sólo lo hubiera podido escoger borracha.
Él levantó una ceja incrédulo.
—¿No recuerdas nada de lo de anoche?
—No —mentí, aunque a medias. Por supuesto que recordaba algunas cosas, pero prefería conocer su versión de los hechos antes de darle la mía.
Creí sentir un aura de decepción de su parte, la cual dejó lugar casi inmediatamente a una amplia sonrisa burlona.
—Pues así es, Athena, gracias a que mi mejor amigo Edgar nos hizo el favor de ordenarse ministro en Internet por la módica suma de cinco dólares, ahora estamos unidos en sagrado matrimonio. O lo estaremos oficialmente en doce días, cuando el ministerio apruebe su solicitud.
Se inclinó más hacia mí por encima de la mesa, y pude ver en su mano izquierda un anillo idéntico al mío.
—Eso significa que tenemos poco más de una semana para arrepentirnos —le advertí, observando sus ojos azul grisáceo, con vetas marrón cerca de la pupila.
—Yo no voy a hacerlo —negó haciéndose para atrás—. Cuando dije que estaba harto de tener personas tratando de emparejarme con alguien, lo decía en serio.
—Y yo también cuando dije que lo haría siempre y cuando involucrara los menos dramas posibles. En ese caso, debemos de poner ciertas reglas, ¿no crees?
Duncan asintió y empecé a enumerar.
—Primera regla: podemos salir con otras personas, pero nada de besuquearte con tu secretaria enfrente de mí. Tenemos que darle al público un mínimo de veracidad.
—Puedes estar tranquila, ella ni siquiera es mi estilo.
Hombres.
—Yo también tengo una regla —anunció—. Los compromisos sociales del otro tienen preferencia. A mí tampoco me serviría de nada estar casado contigo si cuando necesito que me acompañes a una convención te niegas a ir porque te perderías el recital de clarinete de tu sobrina.
—De acuerdo. Una más: sólo nos separaremos si es de mutuo acuerdo.
—Hecho —aceptó él extendiendo su mano para cerrar el trato.
Estábamos tan cerca que alcancé a ver cómo sus pupilas se dilataban, y su tono de voz se volvió más áspero cuando volvió a hablar, sin soltar mi mano.
—Y ahora que hemos aclarado los puntos más importantes, me gustaría aclarar ciertos detalles sobre... tus obligaciones conyugales.
—¿Sacar la basura y lavar los platos? Apenas son las nueve Duncan —dije después de echar un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca—. Es muy temprano para empezar a hablar sucio.
Eso logró sacarle una carcajada, que se convirtió lentamente en una peligrosa y seductora sonrisa.
—Hay ciertas cosas que no tienen horario, Athena.
***
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DUNCAN (Saga Rosetti I)
ChickLitLa mayoría de las historias de amor terminan con una boda de ensueño y un final al estilo "y vivieron felices y comieron perdices" (que pobres aves, a decir verdad). Lo mío no fue así. Mi boda con Duncan Rosetti fue el inicio de una serie de aconte...