Atardecer de Martes Santo.

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El día despedía al sol en la ciudad del Duero, las estrellas anunciaban una noche tranquila de primavera en el frío mes de Abril. Las 8 y media en el reloj de la Catedral y la procesión avanza por la rúa para asomar en una pequeña plaza tomada por diversos árboles, un cofrade vestido de túnica blanca y caperuz morado avanza con farol a tempo.
Aquel cofrade mira hacia abajo buscando perdón del cielo a través de sus rezos, lo único que halla es silencio, al levantar la vista para enfilar la estrecha calle advenida, se encuentra frente a dos ojos marrones femeninos, mirada frente a mirada, y aquel cofrade recuerda tardes de alegría y fruta prohibida con aquella chica, en un acto de caridad dubitativa, toca con su mano aquella cara de ojos de color madera para firmar su rendición y su consiguiente exilio hacia el otro lado del río.
La procesión avanza, aquel cofrade lanza una última mirada hacia atrás en forma de despedida, aquella niña convertida en mujer no se la devuelve, mira el paso que viene del Nazareno mientras las farolas se encienden para alumbrar en la oscuridad del lugar como un día lo hizo esa mujer en la vida del penitente.

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