Capítulo III: Cholula.

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Atotoztli bajó del palanquín donde la transportaban con prisas, prácticamente brincando fuera para trotar por las escaleras del palacio de su esposo, en Texcoco. Esa semana él se había tenido que ir de Tenochtitlán por cuestiones tributarias con su propio Tlatoani, pero los pochtecas habían vuelto de las tierras tlaxcaltecas con noticias serias, tanto que Atotoztli no podía darse el lujo que de su esposo se enterara por otra fuente que no fuera la suya propia.

Al entrar corriendo por el palacio varios sirvientes le llamaron la atención, pero cuando notaron de quién se trataba, bajaron la vista y facilitaron su camino al indicarle que su Señor Techotlalatzin se encontraba tomando un baño en las piscinas naturales de su enorme jardín.

-Texcoco, voy a matarte- susurró cuando se topó con el moreno descansando plácidamente en el agua, con el rostro relajado y mirada cerrada al cielo.

Llegó a él con seis zancadas y, tomando la jícara llena de cacao que vio sobre una banca por las plantas, se lo vació encima en la cara.

-¡¿Pero qué?!- Techotlalatzin se incorporó y la sonrisa de paz que tenía, se desvaneció. -¡¿Quién fue el que... oh.

-¡¡Los malditos tlaxcaltecas aliándose con esos hombres del mar y tú priorizando tu amor propio como siempre!!

-Atotoztli, calma esposa mía... no tienes porqué alzarme la voz en mis propias tierras, en el corazón más sagrado de mi palacio. En Texcoco.

-¡¡¿Y crees que si me hubiera interesado no lo habría hecho?!!

Techotlalatzin se frotó la cara, quitándose con el agua los restos de cacao y saliendo lentamente de la piscina sin quitarle la vista a su esposa... esos ojos dorados que tanto amaba ahora eran de un rojo intenso, denso, como la sangre que ella hacía correr dichosa por su templo mayor y en sus campañas bélicas. Estaba furiosa... no, más que eso. Estaba perdida en el deseo de privarle la vida.

- Cihuacuacualtzin... amor mío- le tomó los brazos a la alterada Tenochtitlan y lentamente se fue inclinando frente a ella. -No quise desafiarte, solo quería que tu humor mejorara, que se tranquilizara para poder hablar, es todo.

Besó el dorso de sus manos y percibió cómo la respiración de su esposa se aplacaba, lentamente el dorado original de sus ojos reconquistaba la pupila roja enfurecida.

-Yo a ti te tengo el mayor respeto, pero sabes que me inclino más a las artes, a la belleza y a el conocimiento. Yo no hablo tu lenguaje de guerra, yo respondo al dulce tacto mi cihuacuacualtzin- susurró Texcoco.

Atotoztli cerró los ojos, percibiendo cómo los labios de su esposo rozaban su piel al subir por su brazo derecho, sintiéndolos posarse en su mentón y depositar ahí un suave beso. Juntó sus frentes y entonces ella abrió los ojos, fijando sus miradas, ahora ya tranquilas y doradas.

-¿Qué dices si conversamos algo tan delicado como tus urgentes noticias en el agua? Chalchiuhtlicue siempre es benéfica para aclarar pensamientos en esos casos.

-Tu solo me quieres desnuda.

Techotlalatzin sonrió, un leve sonrojo en sus mejillas mientras frotaba los hombros de su esposa.

-Esa únicamente sería una ventaja más.

Atotoztli rio a la par que él y luego respiró profundamente, sentándose al borde de la piscina natural mientras Techotlalatzin volvía a hundirse entre las aguas.

-¿Mejor?- ella asintió, ya mucho más tranquila.

-No son dioses- Comenzó. -Sangran como cualquiera de nosotros, aceptan nuestro oro como simple gente necesitada y encima los pochtecas dicen que su hedor moribundo se debe a que rehúyen del agua como si fueran gatos salvajes.

MEMORIAS DE UNA NACIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora