Capítulo 2

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Domingo, 12 de marzo, 1.15 horas.


Adam había observado a Miller seguir con la mirada el coche de Rossi antes de volver a ponerse manos a la obra con la mayor profesionalidad. Miller había hablado con el forense y la unidad de la policía científica mientras Nicholas interrogaba a los adolescentes.
Estos no aportaron nada nuevo; solo le explicaron que habían visto levitar a Adams hasta la barandilla, luego se había quedado quieta un momento y se había dado media vuelta, y con los brazos extendidos se había arrojado al vacío. Adam envió a los chicos a sus casas, con sus padres; sabía que tras presenciar una escena así nunca volverían a ser los mismos.
Ahora Miller y él delante de la puerta del piso de Cynthia Adams observaban cómo el portero, borracho, hacía cuanto podía por introducir la llave maestra en la cerradura. Parecía ser que Jim McNulty había celebrado la victoria de los Bulls bebiendo como un cosaco en su bar favorito. Ya daban por hecho que esa noche no regresaría cuando apareció tambaleándose, llave maestra en mano, justo en el momento en que los forenses colocaban el cuerpo de Cynthia Adams sobre una camilla. No habían conseguido desclavarla de la verja, por lo que habían tenido que llevarse medio metro de hierro forjado. El portero, al ver que faltaba un tramo de verja, la emprendió a gritos hasta que reparó en el cadáver de Adams.
Desde ese instante no había vuelto a pronunciar palabra.
—¿Cuánto tiempo hacía que conocía a la señorita Adams? —le preguntó Adam, frunciendo el rostro ante el hediondo aliento del hombre. Por suerte, no había fuego cerca. McNulty estaba borracho como una cuba.
—Tres años. Se mudó aquí hace tres años. —Abrió la puerta y Adam enseguida reparó en dos cosas. En primer lugar, en el piso hacía un frío polar, lo cual era previsible; la puerta del balcón llevaba abierta más de una hora. Lo segundo, sin embargo, un penetrante olor a flores, lo dejó perplejo. El suelo del piso de Cynthia Adams estaba cubierto por más flores de las que jamás había visto en ninguna floristería.
Miller frunció el entrecejo.
—¿Qué demonios es esto?
—Son lirios. —Adam entró en el piso de Adams y tomó con cuidado una de las flores—. Las flores de los muertos.
—Santo Dios —dijo Miller mientras escrutaba el salón—. Todas estas flores deben de costar por lo menos cien dólares.
Adam arqueó una ceja.
—Y trescientos también. —Cuando Miller le dirigió una mirada inquisitiva, Adam se encogió de hombros—. Hice una asignatura de horticultura cuando me estaba sacando la carrera. —Tomó el primer sobre de un montón de correo desordenado de varios centímetros de altura que cubría el mueble del recibidor.
—Qué cantidad de correo. —Se volvió hacia el portero—. ¿Ha estado fuera de la ciudad?
El portero negó con la cabeza. Un hilo de sudor perlaba su labio superior y su mirada se paseaba de un lado a otro.
No, pero debía un mes de alquiler. Era la primera vez que se retrasaba en el pago en los tres años que llevaba viviendo aquí. El administrador me había pedido que vigilara el piso para estar seguro de que no pensaba largarse sin decir nada.
Adam hizo cuanto pudo por sortear las flores y salió al balcón.
—Hay una pequeña escalera de mano —le gritó a Miller—. Los chicos me han contado que parecía que levitara, pero lo que ha hecho ha sido subirse a la escalera.
—Qué oportuna.
El portero se dirigió tambaleándose a la vidriera.
—Antes no estaba. Vine hace una semana para reparar un grifo que goteaba y ahí no había ninguna escalera.
—Si vino para reparar un grifo, ¿cómo es que se fijó en lo que había en el balcón? —preguntó Miller sin acritud.
El portero palideció.
—Salí a fumar.
—Debió de ponerla expresamente para la ocasión —masculló Miller, y de repente levantó la voz—Adam.
Este volvió la cabeza al instante. Miller sostenía entre dos dedos enguantados una hoja impresa y sus labios dibujaban una mueca. Era una fotografía en papel brillante. En ella se veía a una chica colgada de una soga, con los pies a una distancia considerable del suelo. Su semblante resultaba grotesco, tenía los ojos fuera de las órbitas y la boca muy abierta, como si tratara por todos los medios de tomar aire.
—¿Quién es? —preguntó Miller al portero.
El hombre dio un paso atrás y su rostro palideció aún más.
No lo sé, no la había visto nunca. Tengo que irme.
—Enseguida, señor McNulty. —Adam le interceptó el paso—. Por favor. Dice que ha estado vigilando el piso a petición del administrador. ¿Sabe quién trajo todas estas flores? ¿Fue la propia señorita Adams?
No lo sé. Lo siento —dijo entre dientes.
No importa. Revisaremos las grabaciones de las cámaras de seguridad. —Había reparado en la cámara dirigida hacia el ascensor en cuanto se habían abierto las puertas.
McNulty sacudió la cabeza.
No, no es posible. La cámara está estropeada.
—Qué casualidad —masculló Miller—. ¿Cuánto tiempo lleva sin funcionar?
McNulty se removió en el sitio.
—Unas cuantas semanas.
Adam lo miró fijamente.
—¿Semanas?
McNulty apartó la vista, a sus pálidas mejillas asomaron unas manchas de rubor.
—Bueno, más bien meses.
Adam estaba seguro de que McNulty sabía bastante más de lo que decía.
—¿Había recibido la señorita Adams alguna visita últimamente?
McNulty parecía abatido.
—Siempre tenía muchas visitas.
Adam aguzó el oído. Con el rabillo del ojo vio que Miller también había captado el sentido de la frase.
—¿A qué tipo de visitas se refiere, señor?
El intento de McNulty por hacerse el desentendido no surtió efecto.
—Cynthia le gustaba a mucha gente.
—¿A muchos hombres, quiere decir? —preguntó Nicholas con aspereza.
McNulty cerró los ojos, la culpabilidad se hizo patente en su rostro. Adam pensó que si hubiera estado sobrio, no habría sido ni mucho menos tan transparente. Ni habría colaborado tanto. Bien por los Bulls.
—Sí, a unos cuantos.
—¿Sí o a unos cuantos?
El hombre abrió los ojos, preso de pánico.
—Escuchen, si mi esposa lo descubre... me matará.
Miller lo miró perplejo.
—¿Está diciendo que tenía una aventura con la señorita Adams?
No. —McNulty sacudió la cabeza con fuerza—. No teníamos ninguna aventura, pasó solo una vez. Adam arqueó una ceja.
—Una vez.
McNulty dio otro paso atrás.
—O dos. Tres como máximo.
—¿Le... cobraba, señor McNulty? —preguntó Miller con delicadeza.
Adam no creía que la mirada de puro horror que observó en el rostro del hombre pudiera fingirse.
—¡No! Por Dios, no. Lo hizo porque me estaba... agradecida. Eso es todo.
La cosa se ponía interesante, pensó Adam.
—¿Agradecida? ¿Por qué?
—Porque desconecté la cámara de su planta, ¿de acuerdo? Algunos de sus amiguitos no querían que los vieran. No sé sus nombres, nunca me ha interesado saberlos. Ella hacía su vida y yo hacía la vista gorda, lo juro por Dios. Por favor, dejen que me vaya.
Adam dirigió una mirada a Miller.
—¿Hemos terminado con él?
—Por ahora sí —se limitó a responder Miller, y ambos observaron cómo McNulty se marchaba caminando con torpeza entre las flores que tapizaban el suelo, ansioso por alejarse cuanto antes—. Estaremos en contacto, señor McNulty —añadió. Este asintió una vez más con gesto trémulo y desapareció.
Adam cerró la puerta.
—Me pregunto qué tipo de amigos eran esos.
—Y yo me pregunto si esto fue un obsequio de alguno de ellos. —Miller alzó la fotografía de la muerta pendiente de la soga—. ¿Asfixia autoerótica?
Adam hizo una mueca.
No lo sé, hasta ahora no me he encontrado con ningún caso.
—Yo sí —respondió Miller, y entró en el dormitorio—. Cuando las cosas se tuercen, no es nada agradable. Mira a ver si encuentras alguna foto de Adams, por lo menos veremos qué cara tenía; yo entretanto echaré un vistazo por aquí.
Nicholas oyó cómo Miller abría los cajones del dormitorio de Adams mientras él rebuscaba en el bolso y extraía el carnet de conducir del monedero. La compasión que le inspiró el melancólico rostro de la fotografía lo sorprendió ingratamente. La mujer parecía muy íntegra. Muy escrupulosa, muy comedida.
Minutos antes, en cambio, yacía en mitad de la acera, veintidós pisos más abajo. Estaba bien muerta. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Qué habría ocurrido durante el último mes para que se retrasara en el pago del alquiler y, en definitiva, se deprimiera tanto que creyera que quitarse la vida era la única solución a sus problemas? Ahora los problemas los tenían los demás, pensó con amargura. Una vez muertos los suicidas no podían responder a las preguntas que se hacían sus seres queridos.
—Tenía treinta y cuatro años, Miller. Llevaba lentillas y era donante de órganos.
Miller se asomó a la puerta del dormitorio, con unas esposas forradas en una mano y un pequeño látigo de cuero en la otra.
—Y estaba metida en algún asuntillo poco decoroso. En la esquina hay una polea. Parece que se ha colgado más de una vez.
Adam miró perplejo la parafernalia que Miller llevaba en las manos y luego volvió a observar a la digna mujer del carnet de conducir.
—Por su aspecto, nadie lo diría.
—A veces las apariencias engañan. ¿Qué hay en el bolso?
Adam echó un vistazo rápido al contenido.
—Cuatro tarjetas de crédito, un móvil, varios pintalabios distintos y unas llaves. —Las alzó—. La llave de un Honda, la del piso y otra muy pequeña.
—¿De una caja fuerte?
Adam introdujo las llaves en una bolsa de plástico mientras Miller hacía lo propio con el látigo y las esposas.
—Es posible. ¿Hay alguna carta del banco entre la correspondencia?
Miller se acercó a la mesa y hurgó entre el montón de cartas.
No parece que haya abierto ninguna. Aquí hay una del banco. Vamos a echarle un vistazo... Caray. —Miller frunció el entrecejo ante el sobre que tenía en la mano—. Esta sí que está abierta. No tiene sello, ni tampoco remitente. —Del sobre extrajo una fotografía, y su expresión se tornó lúgubre—. Otra mujer muerta. Esta está dentro de un ataúd. —Le entregó la foto a adam—. Mira lo que tiene en las manos.
Adam sintió que un ligero escalofrío le recorría la espalda.
—Un lirio. Parece la chica de la soga. —Cogió la mitad del correo y empezó a rebuscar. Al cabo de diez minutos habían encontrado diez fotografías, todas igual de truculentas. Y todas de la misma chica. En ninguna aparecía el nombre ni la dirección del remitente—. Alguien ha estado jugando con los sentimientos de Cynthia.
Miller tomó una fotografía enmarcada de encima del escritorio de Adams. Tras el cristal había una joven con el pelo cubriéndole los ojos.
—Esta es la chica. Es obvio que Adams la conocía. —Extrajo la fotografía del marco—. En el reverso no aparece ningún nombre.
—En esa foto era más joven que en estas. Debía de tener... ¿unos dieciséis años? Me da la impresión de que se la hicieron en la escuela. Las que mi hermana Demi trae a casa tienen el mismo fondo grisáceo. —Se inclinó y sacó una caja estrecha y alargada de debajo de la mesa. Tenía la medida correspondiente a una docena de rosas, aunque no era eso lo que esperaba encontrar dentro.
—Ábrela —lo instó Miller.
Adam levantó la tapa con cautela.
—Mierda. —Una cuerda con un nudo corredizo se encontraba dispuesta sobre un grueso de papel de seda blanco, y una tarjetita dorada colgaba del extremo que formaba el lazo—. "Ven conmigo. Encontrarás la paz" —leyó, y al levantar la cabeza vio la sombría mirada de Miller—. Tenemos que avisar a la científica.
Miller los llamó por teléfono, y al guardarse el aparato en el bolsillo exhaló un suspiro.
—Me parece que mañana Arianne va a tener que contestar a unas cuantas preguntas.
Adam tensó la mandíbula ante la idea.
—Creo que tienes razón.

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