Prólogo

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Julio César, el impresionante estratega llegado de Roma, no imaginaba lo que estaba a punto de desencadenar. En su ambición, supo de inmediato que conquistar la Galia Libre le iba a proporcionar el trampolín necesario para volver a ostentar el liderazgo romano, esta vez, en solitario.

Para ello, ideó la mejor manera de conseguirlo sin enfrentamientos armados superfluos: atrajo a los más ambiciosos de nuestro pueblo y les otorgó primicias comerciales, de forma que, instalados en las numerosas poblaciones que constituían la Galia Celta, se asentaban, formaban familias, e instauraban un modo de vida pro romano.

También sabía, por sus espías, que los principales obstáculos a sus planes éramos los druidas.

Considerados los protectores de cada comunidad, poblado y asentamiento, la vida de todos se regía por los dioses, que hablaban con nosotros y nos concedían sabiduría, y herramientas con que cubrir las necesidades comunes, además de las espirituales.

En toda tribu, la autoridad mayor era otorgada al druida principal, por encima de los gobernantes.

El druida, junto con el vate y el bardo, formaban la tríada incontestable en autoridad, puesto que proveíamos a los poblados de salud, sabiduría con que afrontar los problemas, y medios para contar y hacer prevalecer la memoria.

A ningún rey tribal se le hubiera ocurrido interferir en las órdenes de un druida, que hablaba con los dioses y, por tanto, estaba por encima de los guerreros, cualquiera que fuera su rango. Éramos los protectores del pueblo, los que guardaban el equilibrio entre la vida, el Más Allá y la Naturaleza.

Nuestra autoridad procedía de la sabiduría y de la Naturaleza misma. Con el bosque entero por altar, velábamos porque la vida de los celtas siguiera los dictados del Todo, del que formábamos parte, y al que regresaríamos al término de nuestras vidas.

Interpretar augurios era labor del más instruido de entre los nuestros, por lo que las predicciones de los vates eran trasladadas al druida que, tras una larga preparación llevada a cabo por otro protector mayor, poseía los conocimientos necesarios para desentrañarlas.

Siguiendo nuestros dictados, en especial el del Guardián del Bosque Sagrado, el druida principal, se llevaban a cabo enfrentamientos con otras tribus, porque éramos pueblos guerreros, con rencillas y agravios que dirimir. La casta guerrera era la segunda en importancia entre nosotros, y los druidas éramos los encargados de proporcionarles el ímpetu en las batallas, a través de la magia.

Mi casta, la de druidas protectores, usaba la magia que los espíritus nos proporcionaban, que desplegábamos con el fin de protegernos a nosotros y a nuestras comunidades.

No nos escondíamos, y no solo porque se nos respetara entre los nuestros, hubiera sido vergonzoso que un protector abandonara su túnica de lana cruda provista de capucha, por la que se nos reconocía a distancia. Éramos la voz de los dioses y los espíritus en la Tierra. Nadie osaría atentar contra uno de nosotros.

Nadie, excepto César, con el que tuve una larga conversación amparado en las reglas de la negociación.

Él sabía de nosotros y pidió parlamentar con el Guardián del Bosque Sagrado, título que mis hermanos me otorgaron tiempo atrás.

César era astuto y consciente de que los druidas despreciábamos su forma de vida. Sabía que, para dominar la Galia y a los pueblos celtas, tendría que darnos caza. En su mirada vi que yo sería su mayor trofeo. La caída del Guardián del Bosque Sagrado constituiría un golpe de efecto insuperable.

El romano no se detendría, me lo dijeron los dioses, me lo susurró el árbol depositario de la magia de mi casta, el principal que contenía la sabiduría de los bosques y de la voluntad de los espíritus.

Después de aquel encuentro, me retiré una semana a la soledad del bosque, escuchando lo que nuestros ancestros tenían que explicarme, en el que me fue revelada la forma de vencer al invasor.

César, con sus falsos dioses heredados de pueblos conquistados, adaptados a su ambición personal, tenía la fuerza bruta y la inteligencia, pero le faltaba el respaldo que yo poseía.

Mi pueblo sería vencido, en apariencia, pero sobreviviría al suyo, porque por nuestra sangre corría la magia imparable que podía hacer frente al poder de Roma y de cualquier conquistador.

Me retiré con un puñado de mis hermanos, y dotamos al roble de la magia que los dioses me habían revelado, después, lo ocultamos a la vista del mundo.

Por primera vez desde que mi casta holló la Tierra, los druidas recibieron una orden del Guardián que los dejó perplejos: debían ocultarse y procurar que nuestra raza prevaleciera.

Yo sería la última conquista de Roma.

Y era por eso que ahora caminaba con las manos atadas, arrastrándome a la sentencia que todos deseaban para mí. Todos los que querían la romanización, porque nadie del pueblo libre estaba presente.

Mientras me llevaban arrastrando a presencia de César, ya que me fracturaron ambas piernas como aperitivo de próximas torturas, en mi interior reía.

Y reía durante los días que sobreviví sujeto a una cruz, un tipo muy predecible de tortura romana. Podía haber usado la magia y acabado con César, incluso con el campamento al completo.

Pero llegaría otro romano, y luego uno más.

Mejor que el procónsul creyera que mi pueblo había sido vencido. Él regresaría a Roma a recibir sus laureles, y los míos tendrían un respiro hasta la caída total del imperio, cosa que tardaría en ocurrir, pero que acontecería.

Desde ese momento por cada uno de los nuestros que llegara a los 25 años, un romano sería sacrificado. Y su sacrificio serviría para que el celta alcanzase la inmortalidad, y no solo espiritual.

Así pues, mi muerte fue dulce en comparación con la de César, que pude ver en un futuro no tan lejano, a manos de los suyos.

Él no tenía verdaderos espíritus protectores, y por eso su pueblo sucumbió, mientras que el mío perduraría por siempre.

Magia en la sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora