Antología De Relatos No Tan Interesantes

El ceretón

Los pueblos han sido y serán lugares mágicos, llenos de historias por contar y por crear, con preciosos paisajes, aire fresco y tradiciones que explorar. Al menos, esa es la cara buena de los pueblos, solo quienes viven o se han mudado recientemente a uno, saben lo que es ser objeto de miradas y cuchicheos, de chismes sin sentido, de ser protagonistas de historias dignas de un premio Óscar.

Clara María conocía muy bien toda la negatividad que podían reunir muchos de sus vecinos al juntarse por las tardes bajo la sombra de un cují cercano. Eran personas solidarias, podían quitarse el pan de la boca y alimentarte si lo necesitabas ¡Pero no dieras un paso en la dirección contraria a su visión de vida y a las creencias eclesiásticas! No terminabas en la hoguera porque era ilegal y por supuesto las personas de bien nunca iban contra la ley.

Su error fue organizar con sus amigas una fiesta de Halloween en un claro del monte que rodeaba el pueblo. Aquel lugar era conocido por todos los jóvenes del pueblo, era perfecto para disfrutar de fiestas salvajes y promiscuas, según las ancianas que se santiguaban al menos tres veces mientras contaban las últimas novedades sobre la celebración como si hubieran estado ahí, lo cual era imposible. Y es que por eso era el lugar escogido, los caminos cubiertos de espinas, cactus y ramas bajas eran traicioneros para cualquier cotilla que deseara espiar y arruinarles la diversión con sus comentarios desatinados.

Armada con la rebeldía de la juventud y un odio desatinado por las creencias y costumbres del pueblo, la joven Clara se las arregló para celebrar la novedosa fiesta de disfraces. Para horror de sus padres estaba en boca de todos, pero como suele ocurrir con los adolescentes, las prohibiciones caen en oídos sordos y se convierten en el combustible de la acción.

El claro fue decorado con luces de navidad rojas y naranjas. Clara se las había arreglado para encontrar calabazas preciosas, las había limpiado y tallado ella misma. No iba a permitir que otros lo hicieran, no después de lo mucho que había costado conseguirlas.

El verdulero, conocedor de la fiesta, se había negado a vender sus preciadas calabazas a los jóvenes, no deseaba que sus productos fueran utilizados para celebrar el cumpleaños del diablo, pero eso no lo detuvo cuando le ofrecieron el doble del valor de las calabazas, incluso les prestó a los jóvenes su vieja carretilla oxidada para que las llevaran hasta el claro.

Fue así como el claro terminó iluminado con un lúgubre candor dorado y rojo. Las calabazas protegían las velas que habían colocado en su interior y emitían horribles sombras sobre la tierra apisonada por los miles de pasos de baile que había tenido que soportar a lo largo de los años.

Lucas, su mejor amigo, había llevado un viejo reproductor de cd's y un altoparlante. Se las había arreglado para alimentarlos, y a las luces, con la batería de la vieja camioneta de su padre, siempre que regresara todo en una pieza, nada malo ocurriría.

Y así, pese a las prohibiciones y sermones, los adolescentes del pueblo se reunieron en el claro, muchos se habían disfrazado de fantasmas llevando las sábanas de sus camas como túnicas improvisadas, otros habían optado por maquillarse como zombis y vestir ropa andrajosa y algunos, habían comprado disfraces para la ocasión.

La fiesta de Clara iba viento en popa, el alcohol pasaba de mano en mano, los grupos de amigos reían, charlaban y bailaban al ritmo de la música que Lucas había pirateado desde un ciber café en la ciudad. Los comentarios en general eran positivos y Clara saboreaba su victoria sobre las habladurías de aquellos viejos que no sabían nada de la vida.

—¿No te da miedo celebrar el cumpleaños del diablo? —preguntó Sara, su mejor amiga, quien no la desamparaba ni a sol ni a sombra, ni siquiera en los planes que llenaban de terror su corazón.