Del famoso arreglo del archivo sacó Julián los pies fríos y la cabeza caliente: él bien quisiera despabilarse, aplicar prácticamente las nociones adquiridas acerca del estado de la casa, para empezar a ejercer con inteligencia sus funciones de administrador, mas no acertaba, no podía; su inexperiencia en cosas rurales y jurídicas se traslucía a cada paso. Trataba de estudiar el mecanismo interior de los Pazos: tomábase el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de enterarse de los cultivos, de visitar la granera, el horno, los hórreos, las eras, las bodegas, los alpendres, cada dependencia y cada rincón; de preguntar para qué servía esto y aquello y lo de más allá, y cuánto costaba y a cómo se vendía; labor inútil, pues olfateando por todas partes abusos y desórdenes, no conseguía nunca, por su carencia de malicia y de gramática parda, poner el dedo sobre ellos y remediarlos. El señorito no le acompañaba en semejantes excursiones: harto tenía que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del señorío montañés, de suerte que el guía de Julián era Primitivo. Guía pesimista si los hay. Cada reforma que Julián quería plantear, la calificaba de imposible, encogiéndose de hombros; cada superfluidad que intentaba suprimir, la declaraba el cazador indispensable al buen servicio de la casa. Ante el celo de Julián surgían montones de dificultades menudas, impidiéndole realizar ninguna modificación útil. Y lo más alarmante era observar la encubierta, pero real omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos, jornaleros, y hasta el ganado en los establos, parecía estarle supeditado y propicio: el respeto adulador con que trataban al señorito, el saludo, mitad desdeñoso y mitad indiferente que dirigían al capellán, se convertían en sumisión absoluta hacia Primitivo, no manifestada por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su voluntad, indicada a veces con sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin pestañas. Y Julián se sentía humillado en presencia de un hombre que mandaba allí como indiscutible autócrata, desde su ambiguo puesto de criado con ribetes de mayordomo. Sentía pesar sobre su alma la ojeada escrutadora de Primitivo que avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el lado vulnerable de aquel presbítero, sobrio, desinteresado, que apartaba los ojos de las jornaleras garridas. Tal vez la filosofía de Primitivo era que no hay hombre sin vicio, y no había de ser Julián la excepción.
Corría entre tanto el invierno, y el capellán se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro le abría el apetito: no sentía ya las efusiones de devoción que al principio, y sí una especie de caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que veía a su alrededor, especialmente los niños y los irracionales, con quienes desahogaba su instintiva ternura. Aumentábase su compasión hacia Perucho, el rapaz embriagado por su propio abuelo; le dolía verle revolcarse constantemente en el lodo del patio, pasarse el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando con los becerros, mamando del pezón de las vacas leche caliente o durmiendo en el pesebre, entre la hierba destinada al pienso de la borrica; y determinó consagrar algunas horas de las largas noches de invierno a enseñar al chiquillo el abecedario, la doctrina y los números. Para realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con gruesos troncos; y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz del triple mechero del velón, le iba guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la monótona salmodia por donde empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí... El chico se deshacía en bostezos enormes, en muecas risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se defendía contra la ciencia de todas las maneras imaginables, pateando, gruñendo, escondiendo la cara, escurriéndose, al menor descuido del profesor, para ocultarse en cualquier rincón o volverse al tibio abrigo del establo.
En aquel tiempo frío, la cocina se convertía en tertulia, casi exclusivamente compuesta de mujeres. Descalzas y pisando de lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza resguardada por una especie de mandilón de picote; muchas gemían de gusto al acercarse a la deleitable llama; otras, tomando de la cintura el huso y el copo de lino, hilaban después de haberse calentado las manos, o sacando del bolsillo castañas, las ponían a asar entre el rescoldo; y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas. Era Sabel la reina de aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos húmedos, recibía el incienso de las adulaciones, hundía el cucharón de hierro en el pote, llenaba cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparecía del círculo, refugiábase en la esquina o en un banco, donde se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la cuchara. Noches había en que no se daba la moza punto de reposo en colmar tazas, ni las mujeres en entrar, comer y marcharse para dejar a otras el sitio: allí desfilaba sin duda, como en mesón barato, la parroquia entera. Al salir cogían aparte a Sabel, y si el capellán no estuviese tan distraído con su rebelde alumno, vería algún trozo de tocino, pan o lacón rápidamente escondido en un justillo, o algún chorizo cortado con prontitud de las ristras pendientes en la chimenea, que no menos velozmente pasaba a las faltriqueras. La última tertuliana que se quedaba, la que secreteaba más tiempo y más íntimamente con Sabel, era la vieja de las greñas de estopa, entrevista por Julián la noche de su llegada a los Pazos. Era imponente la fealdad de la bruja: tenía las cejas canas, y, de perfil, le sobresalían, como también las cerdas de un lunar; el fuego hacía resaltar la blancura del pelo, el color atezado del rostro, y el enorme bocio o papera que deformaba su garganta del modo más repulsivo. Mientras hablaba con la frescachona Sabel, la fantasía de un artista podía evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña de cabra.
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Los pazos de Ulloa (1886)
Random"Los pazos de Ulloa" se sitúa en un recóndito y salvaje paraje de Galicia. La llegada a esta localidad de Julián, un sacerdote delicado y sensible, tendrá imprevistas consecuencias. El marqués de Ulloa, rudo y pasional, se ve obligado a contraer mat...