- XIX -

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No, ese guapo no era él. ¡Buena misa sería la que dijese, con la cabeza hecha una olla de grillos! Hasta reprimir los amotinados pensamientos que le acuciaban, hasta adoptar una resolución firme y valedera, Julián no se atrevía ni a pensar en el santo sacrificio.

La cosa era bien clara. Situación: la misma del año penúltimo. Tenía que marcharse de aquella casa echado por el feo vicio, por el delito infame. No le era lícito permanecer allí ni un instante más. Salvo el debido respeto, se había llevado la trampa el matrimonio cristiano, en cierto modo obra suya, y ya no quedaba rastro de hogar, sino una sentina de corrupción y pecado. A otra parte, pues, con la música.

Sólo que... Vaya, hay cosas más fáciles de pensar que de hacer en este mundo. Todo era una montaña: encontrar pretexto, despedirse, preparar el equipaje... La primera vez que pensó en irse de allí ya le costaba algún esfuerzo; hoy, la idea sola de marchar le producía el mismo efecto que si le echasen sobre el alma un paño mojado en agua fría. ¿Por qué le disgustaba tanto la perspectiva de salir de los Pazos? Bien mirado, él era un extraño en aquella casa.

Es decir, eso de extraño... Extraño no, pues vivía unido espiritualmente a la familia por el respeto, por la adhesión, por la costumbre. Sobre todo, la niña, la niña. El acordarse de la niña le dejó como embobado. No podía explicarse a sí mismo el gran sacudimiento interior que le causaba pensar que no volvería a cogerla en brazos. ¡Mire usted que estaba encariñado con la tal muñeca! Se le llenaron de lágrimas los ojos.

«Bien decían en el Seminario -murmuró con despecho- que soy muy apocado y muy... así..., como las mujeres, que por todo se afectan. ¡Vaya un sacerdote ordenado de misa! Si tengo tal afición a chiquillos, no debí abrazar la carrera que abracé. No, no; esto que voy diciendo es un desatino mayor todavía... Si me gustan los chiquillos y tengo vocación de ayo o niñero, ¿quién me priva de cuidar a los que andan descalzos por las carreteras, pidiendo limosna? Son hijos de Dios lo mismo que esta pobre pequeña de aquí... Hice mal, muy mal en tomarle tanta afición... Pero es que sólo un perro, ¡qué!, ni un perro...: sólo una fiera puede besar a un angelito y no quererlo bien».

Resumiendo después sus cavilaciones, añadió para sí:

«Soy un majadero, un Juan Lanas. No sé a qué he venido aquí la vez segunda. No debí volver. Estaba visto que el señorito tenía que parar en esto. Mi poca energía tiene la culpa. Con riesgo de la vida debí barrer esa canalla, si no por buenas, a latigazos. Pero yo no tengo agallas, como dice muy bien el señorito, y ellos pueden y saben más que yo, a pesar de ser unos brutos. Me han engañado, me han embaucado, no he puesto en la calle a esa moza desvergonzada, se han reído de mí y ha triunfado el infierno».

Mientras sostenía este monólogo, iba sacando de un cajón de la cómoda prendas de ropa blanca, a fin de hacer su equipaje, pues como todas las personas irresolutas, solía precipitarse en los primeros momentos y adoptar medidas que le ayudaban a engañarse a sí propio. Al paso que rellenaba la maleta, razonaba para consigo:

«¿Señor, Señor, por qué ha de haber tanta maldad y tanta estupidez en la tierra? ¿Por qué el hombre ha de dejar que lo pesque el diablo con tan tosco anzuelo y cebo tan ruin? (diciendo esto alineaba en el baúl calcetines). Poseyendo la perla de las mujeres, el verdadero trasunto de la mujer fuerte, una esposa castísima (este superlativo se le ocurrió al doblar cuidadosamente la sotana nueva), ¡ir a caer precisamente con una vil mozuela, una sirviente, una fregona, una desvergonzada que se va a picos pardos con el primer labriego que encuentra!».

Llegaba aquí del soliloquio cuando trataba sin éxito de acomodar el sombrero de canal de modo que la cubierta de la maleta no lo abollase.

El ruido que hizo la tapa al descender, el gemido armonioso del cuero, parecióle una voz irónica que le respondía:

Los pazos de Ulloa (1886)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora