¡Qué inventazo!

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Me estaba acostumbrando poco a poco a esta época, conociendo los aparatos que los humanos habían ido inventando para facilitarse la vida, o también para ser más perezosos. No había nada que no hubieran pensado para su comodidad, para dejar de pensar o trabajar por ello. Este era nuevo para mí, no dejaba de mirarlo por un lado y por otro. Una caja cuadrada con una apertura y que tenía unas piezas extrañas que si se presionaban sonaba un pitido.

—Se llaman botones, Quetzi. Ya sabes... botones, puertas, uuuuuuh este microondas es que es muy moderno —me dijo la que se había convertido en mi guía particular, con un tono que no me gustó un pelo.

La miré mal, porque se tomaba demasiadas confianzas conmigo, pero lo cierto es que había servido para algo cuando consiguió explicarme los distintos artilugios que había en esta época.

—Es que Quetzalc... Querzartco... ¡Joder, es que tu nombre es muy difícil! —se quejó de forma infantil, leyendo claramente mi expresión.

Suspiré resignado, no podía hacer más sin mis poderes. Tenía, por suerte, ciertas habilidades, como hablar el idioma de cualquiera y entenderlo todo. Para nosotros, los dioses, solo hay un idioma, y nuestra mente omnisciente recibe todo con claridad. Me fue muy útil cuando aparecí aquí, delante de esta impertinente humana, que dice que estamos en España en el 2020.

Fueron unos días en los que me estuvo poniendo al día, explicándome cada instrumento o cosa que me llamaba la atención. Parecía de nuevo un niño que tenía que aprender todo. Aquí yo estaba casi a la altura de un simple mortal, solo que teniendo que llevar un sombrero extraño, porque no se veía nada bien tener una serpiente en la cabeza. Absurdo.

—Venga, no te enfades, que vamos a hacer palomitas —dijo animándose de nuevo.

Entonces vi como metía ahí un cartón plano, cerraba la puerta y le daba al botón con la pintura del rayo.

—Menudo artilugio más extraño —comenté mientras veía como poco a poco ese cartón, que no paraba de dar vueltas, se iba inflando.

¡Brujería! Me asusté al escuchar la primera explosión. Mi guía mortal, la que sabía se llamaba Sonia, pero no tenía interés en llamarla por su nombre, se rio de mí. Entrecerré los ojos y me lamenté de nuevo de no tener poderes que le hicieran explotar a ella la cabeza. De nuevo captó mis intenciones, porque apretó los labios y trató de callarse. No logró engañar a nadie, porque cuando las explosiones se fueron sucediendo volví a sobresaltarme, y ella soltó una carcajada. De nuevo suspiré. Tendría que acostumbrarme a todo esto de que los simples humanos se rieran de mí, quedando impunes.

Una campana hizo que el cacharro ese parara, y mi mortal sacó, de ahí dentro, lo que parecía una bolsa. Me sorprendí bastante al verlo, lo que volvió a hacerle gracia, aunque la ignoré, tratando de coger esa bolsa.

—¡Que te vas a quemar, melón! —dijo de pronto dándome un golpe en la mano.

Noté a mi serpiente revolverse amenazante, aprovechando que en esta casa no hacía falta que le pusiera el estúpido sombrero.

—Perdón, perdón —se apresuró a hablar de nuevo, con un poco de miedo. Por suerte no había perdido todos mis encantos—. Era por tu bien, Quetzi. No quería ser tan brusca. ¿Puedes tapar a Mambita, para que no me hinque sus colmillos, hasta que se calme? —añadió usando el apodo, que también le había puesto a mi serpiente.

De mala gana la tapé, ella tenía menos paciencia que yo, y esa humana me estaba sirviendo para algo, no era plan de matarla, al menos por el momento.

— Venga, enfadón... vamos a comer.

Nos fuimos hacia lo que ya sabía que era el salón, para sentarnos en el sofá, delante de esa caja en la que estaban encerradas personas pequeñas que trabajaban por entretenerme. Comencé a comer lo que ella llamó palomitas y, cuando mordí la primera, su sabor explotó en mi boca.

—¿Están buenas, eh? —me dijo con una media sonrisa... socarrona, creo que era la palabra más adecuada que usaban aquí.

Afirmé con la cabeza y continué comiendo. Se acabaron antes de lo que yo hubiera querido, así que le pedí que hiciera más. Fuimos de nuevo hacia la caja que ella llamó microondas, para que inflara otra bolsa de cartón.

—¿Sabes que el microondas se descubrió por casualidad? —me preguntó mientras mis palomitas daban vueltas—. ¡Y mira qué inventazo!

—¿Cómo que por casualidad?

—He indagado todo para poder contarte todo, que siempre estás muy preguntón —dijo sonriente—. Un tío, Percy Spencer... Me acuerdo de su nombre por Percy Weasley de Harry... —se interrumpió cuando vio mi ceño fruncido por no entender nada.

Carraspeó un poco, parecía que para centrar un poco sus ideas y continuó.

—Bueno, que da igual. La cuestión es que estaba trabajando con sus cosas de ingenieros, no me preguntes qué, porque ni voy a saber explicarlo, ni te vas a enterar. En fin, que se acercó a una cosa, un magnetrón, y la chocolatina que llevaba en su bolsillo se derritió. Luego ya vinieron las palomitas —concluyó.

Interesante. Tal vez los mortales no querían ser vagos, sino que la casualidad les ayudaba con eso. Aunque sí que tenía que reconocer que, como ella había dicho, era un inventazo.

No fue esa la última bolsa, aunque mi mortal insistía en que tenía que parar porque me iba a poner malo. Yo nunca me pongo malo, ¡soy un Dios! Y hacía tiempo que no probaba un manjar tan rico, lo que me hacía pensar que no se estaba del todo mal en este mundo. Parecía ser el mismo, pero era muy diferente. Ahora me encontraba lejos geográficamente de mis tierras, y lejos temporalmente también. Todo por culpa de Cronos, que no tenía otra cosa mejor que jugar con su guadañita del tiempo y desperdigarnos por ahí. ¡Cuando pudiera ponerle las zarpas encima no lo iba a salvar ni Gea!

Comencé a sentir una leve presión en el estómago y, si no estuviera seguro de que era imposible, casi habría pensado que sí, que me estaban sentando mal las palomitas. Pero no, era una sensación tan familiar, que volví a acordarme de toda la familia de los dioses griegos, incluso por orden alfabético, para que no se me olvidara ninguno. Iba a matar a Cronos, no le iba a dar opción a sus hijos, porque me lo iba a cargar yo.

Noté mi cuerpo elevándose, como ya me pasó por primera vez hacía unos días. Vi a mi guía humana a mi lado, con la cara descompuesta por la impresión y sin saber realmente qué pasaba. No lo pensé demasiado y le puse la mano en el hombro, haciendo que ella se elevara conmigo, lo que hizo que perdiera todo el color de la cara.

Sentí la presión por todo el cuerpo. No me resultaba dolorosa, aunque sí incómoda. Agarré un poco más a mi mortal, que con su impertinencia habitual, trataba de zafarse. Solo un instante duró su lucha, hasta que ambos desaparecimos. 

Quetzalcoatl en MassachusettsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora