CAPÍTULO 42

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Cuando recibí mi título, me juré no sólo desempeñarme con responsabilidad, sino también con honor. Amaba ser abogado y cada día que pasaba, trabajé de manera honesta y comprometida, llegando a ser uno de los profesionales con mayor renombre, de lo cual me siento orgulloso. Sin embargo, la competencia de la calle me había llegado a indignar. Ver a mis colegas venderse por unos miles de pesos, me hizo plantear la necesidad de hacer algo para velar por la justicia que tanto quería defender y por eso terminé regresando a la universidad para convertirme en docente de una de las cátedras que más adoraba. 

Ser profesor de Derecho Civil se había convertido en una de mis grandes pasiones, igual que mi profesión. Amaba ver a los nuevos estudiantes querer saber más y más de esta hermosa carrera, capaz de decidir el futuro de alguien. Pero cuando Milagros me abandonó, se llevó con ella la otra parte de mi corazón; la pasión y la comprensión murieron con su partida y en mí comenzó a crecer este ser que mis alumnos despreciaban y temían. Yo lo sabía y en lugar de buscar ayuda, seguí alimentándolo con ira e intolerancia, alejando a todos de mi lado, convirtiéndome en el centro de sus habladurías y aún así, aquello no me molestaba. Por el contrario, en cierto modo, me resultó gratificante, me hacía sentir importante, poderoso... aunque por dentro, mi corazón no era más que un esclavo del dolor.

Suspiré. Necesitaba distraer mi mente del pasado. Quería olvidarlo, más mi conciencia no me permitía hacerlo. 

Sin embargo, obligué a mi mente a dejar de divagar en mi miseria, para concentrarme en la matanza que tenía por delante.

El tiempo comenzó a pasar... Lentamente, pero lo hacía. Los minutos avanzaban uno tras otro, provocando que varios de mis alumnos fueran traicionados por sus nervios. Yo lo sabía, y en parte, disfrutaba de esos momentos, recorriendo mi vista de una cara pálida a otra angustiada, de un rostro sudado a otro tembloroso mientras me paseaba por las escaleras, controlando el progreso del examen. 

Era consciente de que mi presencia estremecía a los alumnos, quienes se mantenían en un silencio profundo, interrumpido únicamente por el ruido de mis pasos. 

No eran más que un montón de sinvergüenzas que iban a hacerme perder el tiempo y mis energías. Por qué rayos no estudiaban?! 

Respiré profundo, intentando calmar mi enfado, pero el solo hecho de mirar hacia el frente y ver cuántos repetían la prueba solamente incrementaba mi frustración. Justo entonces, pude escuchar ése susurro que me supo tan infantil.

-No... no así, así. - Murmuró alguien en mi clase. 

-Shhh, cállate, tonto. Qué te pasa? Vas a lograr que me descubran. - Le siguió otro murmullo, sonando fastidioso.

Mis ojos se achicaron y comencé a buscar a los responsables de aquellos susurros. Pero todos guardaban silencio y pretendían estar ocupados respondiendo el examen. 

-Les recuerdo, señores, que el examen es individual. Escucho murmullos nuevamente y suspendo el examen y wuedan todos libres- Dije en tono de voz autoritario, observando cómo cada uno se enderezaba en su asiento. 

A veces pensaba que hubiera sido bueno en el ejército. Amaba la disciplina. Imponer orden y respeto... Aunque en mi caso buscaba infundir miedo. Me ayudaba a aplacar mis propios temores de una vida sumida en la soledad. 

Tras varios minutos, en que algunos de los alumnos comenzaron a rendirse y a entregar la hoja en blanco o con respuestas a medias, volví a escuchar la misma voz... Sin embargo, dudaba que pudiera tratarse de uno de los muchachos que tenía por alumnos, pues aquella voz se escuchaba dulce y aniñada. 

-Ayy, de-devuélveme mi hojita, po favor. - Empecé a pensar que estaba alucinando y me rehusé a creerle a mis oídos, pensando que había escuchado mal, pero ni era sordo ni estaba alucinando.

Nacer de nuevoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora