Ocaso

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Elastro va muriendo. El tiempo se le acaba. Su calor se va disipando. Desde elotro extremo del mundo, la Luna se deja ver. Es translúcida, es un espectro.Aguarda a la muerte broncínea de su compañero. Los grillos comienzan a cantartímidamente. La suave estela del sol les besa. Su fuego ya no abrasa, si no queabraza. Abraza a todos. Su dorado encanece hasta el bronce. Un bronce rociadopor la sangre. La última brisa diurna recorre el paraje, aferrándose a lasrocas, a mis espinas. No quiere morir. No soporta la idea de su extinción. Elsol, en cambio, afronta resignado su desplome. Sabe que acabará volviendo, nocomo el viento. Los grillos ensalzan su cantar. El cielo cae. La luz se vaconsumiendo y el horizonte ya es anaranjado. Una estrella, como una minúsculapartícula perdida en el tiempo, es la primera en visitar el cosmos. Los débilesrayos solares se van hundiendo en la tierra. Son afiladas hojas flamígeras que hacen a la tierraestremecerse. Otras estrellas van acompañando a la pionera. La brisa, que antesse aferraba a mi cuerpo débilmente, ahora se arrastra agonizante por la secallanura. No hay quien le dé cobijo. Está abandonado, y morirá aterrado.Mientras, el gran astro cae con parsimonia a ninguna parte, desprendiendo unaindescriptible belleza. La belleza ha inundado la llanura. La Luna comienza seescalada, tornándose más brillante, con su fantasmal plateado. Los arbustossusurran débilmente al sol, que casi se ha marchado. Sólo su corona en llamasqueda ya, y el azulado cielo congela sus rayos de calor. Justo antes dedesaparecer del todo, emite una fugaz llamarada roja como la sangre. Ha muerto.Los únicos vestigios de su existencia están recogidos en una tímida auroranaranja que, acorralada por la incipiente noche, acaba desapareciendo. Ahoramiro a lo alto. Las estrellas han ocupado todo. Hasta las más insignificantesparecen eternos faros de luz. Una franja blanquecina, una mancha celestial hayen el universo. Es la galaxia. 

La Luna brilla con intensidad. 

Y el mundodescansa en paz.

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