Recuerdos

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— Deberías deshacer esa labor e iniciar de nuevo, está torcido -mencionó con severidad la madre de la pequeña niña que con afán intentaba darle un mejor aspecto al bordado que sostenía en sus manos mientras se mantenía con la espalda erguida, sentada en aquel taburete junto a su madre, en el salón de costura de color pistache con muebles en color hueso en una combinación elegante y sobria que por alguna razón agradaba a la vista de la chiquilla y que deseaba más jugar como sus hermanos pero... ahí estaba, sosteniendo la aguja; con los ojos ligeramente mojados y un labio atrapado entre sus dientes tratando de evitar que saliera un lamento de su boca.

Su dedo pinchado era justificación suficiente, una diminuta gota de sangre se asomó por sobre la yema desprovisto de la seguridad del dedal; lo cual, le haría acreedora de una  reprimenda por la falta de cautela, siendo que está no era la primera vez que ocurría; era pequeña pero inteligente y sabía bien que aquello le equivaldría a un sermón sobre su falta de dedicación a las labores que toda dama debe aprender. Constanza tenía solo cinco años; era capaz de tejer, pintar y bordar pero esa puntada en particular se le contraponía, era la tercera vez que la deshacía, no sabía bien porque sentía sus ojos húmedos si por el dedo pinchado o porque era cuestión de tiempo para que su madre tomará la labor y personalmente se encargará de deshacerla, llevaba ya más de una semana sin salir a jugar y solo volvería al jardín cuando ella considerara que su trabajo era aceptable.

Siendo pequeña no estaba segura de si siempre fue así, tal vez desde que usará pañales... No lo sabría, al parecer ella era la última de sus hermanos. Sus hermanos eran mayores, solían decir que su madre dió a luz a cinco hijos, pero ella solo conocía a dos (en su mente siempre le faltaba conocer tres) contaba, sumaba y restaba, leía y escribía y estaba iniciando en su segundo idioma, pero en ese asunto de los hijos siempre se equivocaba pues no sé contaba a sí misma. Se decidió al fin a deshacer aquella labor con sus propias manos...

Horas más tarde había logrado no solo iniciar de nuevo, sineo lograr algo medianamente aceptable, se permitió sonreír en su interior, aunque no cometió el error de que se dibujara esa sensación de optimismo en su rostro puesto que su madre sería mucho más crítica con el logro obtenido, con el paso de los años creyó entender que lo que su madre buscaba era que fuera perfeccionista, solía decirle que de alguna manera debía compensar su falta de belleza, no es que la joven no gozará de gracia, solo no era una beldad.

Aquella mozuela tenía los ojos grandes las mejillas hundidas, nariz y boca algo grandes pero eso no la hacia fea; claro que no cubría el perfil de la clásica chica delicada que la alta aristocracia y la moda de aquella época más alababa; no tenía ojos azules, ni el cabello rizado, no poseía  ojos pequeños, ni una nariz afilada o unos labios pequeños y delgados; a causa de que pasara tiempo recluida en un sin número de labores propias de las damas cuando fuera una niña, buscaba con desesperación pasar el tiempo con sus hermanos o cualquier actividad al aire libre, eso la hizo una pésima jugadora de ajedrez. Pero una muchacha fuerte y lozana con la piel más bronceada de lo que se pudiera considerar aceptable en su círculo social y como pueden suponer su madre criticaba duramente que no cuidara su piel, hasta que inútilmente se rindió y dejó de ordenar baños de leche para mejorar el aspecto de la piel de su hija. No era especialmente dotada de atributos atrayentes a un caballero aunque lograba captar las miradas de caballeros de medio pelo, lo cual era casi peor que no tener la atención de ninguno. Su familia era acomodada y ella poseía una dote más que aceptable quizás atractiva para muchos jóvenes con pinta de vividores.

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A sus 10 años de edad...

Su mejor amiga y vecina convenció a su madre de permitirle tomar aire en el jardín con ayuda de su madre... Caminaron atrapando mariposas con saltos improvisados que soltaban risillas victoriosas cuando lograban colocar alguna dentro de un par de frascos, eran niñas sanas y felices, nunca en sus vidas se sintieron más ligeras que aquellos días, al menos no Constanza; su padre apreciaba a sir Rustey y veía con buenos ojos la amistad entre las pequeñas que tenían la misma edad lo cual fortaleció el vínculo de Constanza con la pequeña unigenita de los Rustey.

El precio de un errorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora