EL ÚLTIMO DÍA DEL EQUIPO DE BÁSQUETBOL

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CAPÍTULO 5: EL ÚLTIMO DÍA DEL EQUIPO DE BÁSQUETBOL.

Para comprender lo que ocurrió esa tarde de mayo de 1994, tendremos que detenernos en algunos detalles antes de comenzar.

Ryota Miyagi era un muchacho con un carácter que sobrepasaba por mucho su altura física, y llenaba de orgullo a cualquiera que tuviera la suerte de ser su amigo. Uno de esos motivos era la pasión que sentía por el deporte que amaba, y en el que se destacaba con cada fibra por su velocidad y visión de juego.

Por eso, su retorno al club de baloncesto del colegio Shohoku fue un acontecimiento que desplegó ansiedad, miedo y alegría. Incluso luego de un áspero comienzo con el mono pelirrojo gracias a un malentendido de amores cruzados, parecía que iban a ser los mejores amigos. Efectivamente, lo fueron.

Y ese mismo día, cuando tomaron simpatía y confianza en el otro por haber sido rechazados por tantas mujeres como cantidad de días tiene el año, fue que entraron al gimnasio abrazados por sus hombros, con las sonrisas más confiadas y sinceras que pudieran tener. Ambos harían grande a Shohoku. Ambos serían las estrellas que llevarían lejos al equipo del capitán Akagi.

Otra cosa que debemos saber es que, al mismo tiempo que Hanamichi Sakuragi y Ryota Miyagi gritaban entusiasmados en el gimnasio, al mismo tiempo que Kaede Rukawa suspiraba agotado sabiendo que tendría que soportar ahora a dos imbéciles en lugar de a uno, y al exacto mismo segundo en que Yohei Mito caminaba tranquilamente hacia la cancha de básquet tanto para observar los progresos de Hanamichi como burlarse de él, otra cosa estaba ocurriendo, gestándose entre las sombras como un mal presagio a punto de cobrar vida.

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Según Hisashi Mitsui, la vida era una mierda.

Sí, lisa y llanamente. La frase «todos son unos estúpidos» era la primera que salía sorteada en su mente para describir a cualquiera, excluyéndose él mismo, por supuesto. Cuando estaba furioso era aún peor... y es que Mitsui vivía furioso desde el día en que salió del hospital y tuvo un encuentro fallido con el objeto de todo su odio en ese preciso instante: Ryota Miyagi.

Y cuando quien le salvó el pellejo y lo dejó en ridículo resultó ser uno más de todos los imbéciles que conformaban el club de básquetbol, Mitsui cambió de objetivo. Ya no odiaba a Ryota Miyagi. Odiaba lo que más amaba: odiaba el básquetbol. Maldito deporte que le había dado todo y luego se lo quitó de golpe, dejando su mundo en un permanente limbo monocromático. Vagaba de un lado a otro sin rumbo. La adrenalina que sentía al flexionar las rodillas, saltar y lanzar el balón, la había reemplazado por una versión barata y de mala calidad encarnada en golpear a todo el que se le cruzara. Pero no era lo mismo ni por asomo, y Mitsui quedaba con un dejo amargo en la boca y los puños cada vez que intentaba sentirse vivo otra vez.

Una pequeña parte suya, tan ínfima y débil como una luciérnaga en un mar oscuro, le gritó que esa era la primera alarma.

—¿No te parece que eres muy violento, Tetsuo? —preguntó con una sorna que congelaría la sangre de cualquiera cuando vio a su alto amigo patear el cuerpo de un estudiante de bigotes aún estando en el suelo.

Tetsuo no era la clase de tipo que quisieras toparte de mal humor y de noche en un callejón oscuro. No era la clase de tipo que quisieras tener de enemigo y, por supuesto, ni por todo el oro del mundo sería una buena idea hacerlo enfadar. Pero en algún momento de esos años, había sido tomado bajo su ala protectora y llegado a ser pares pese a que le llevaba siete años. Algo así como el hermano mayor que nunca pidió pero que ahí estaba, para enseñarle qué hacer en la vida...

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