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Me siento nerviosa y las mariposas revolotean en mi estómago sin parar, a pesar de eso estoy emocionada. Ya solo faltan dos números más y es mi turno, con esto en la mente comienzo a calentar mi cuerpo, salto, estiro y ocasionalmente echo una ojeada para ver cuanta gente vino a vernos, y vaya que es bastante. Todo el auditorio está lleno y los nervios me suben hasta la garganta. Es mi última presentación como estudiante y se siente extraño y nostálgico.

En el escenario las luces comienzan a apagarse y sé que es hora de salir, abandono mi refugio entre las piernas del teatro y rápidamente tomo mi posición en el centro. Cuando las luces vuelven a tomar vida, lo mismo hace mi cuerpo al escuchar la canción y mientras me muevo por el escenario lo veo a él de entre todas las personas. Mi corazón se llena y mi cuerpo es invadido por una energía que no puedo explicar, dejo que el movimiento fluya a través de mí canalizando esa confianza que emanaba en el salón de ensayos.

Iris de Wim Mertens suena y a medida que la música avanza, yo avanzo con ella como si fuéramos una, como si nada en este mundo importara más que esos diez minutos en el escenario, cuando la melodía sube entra al escenario Roberto, mi amigo incondicional, para fusionar sus movimientos con los míos. Nos convertimos en un enredo de miembros colgantes que suben y bajan y vuelan. Siento un hormigueo subir desde los dedos de mis pies hasta el último de mis cabellos. Es una coreografía creada por ambos, que nos deja sin aliento pero con mucho que decirle al mundo; es una obra para el amor, para la tragedia, para la fe.

La música se detiene y Roberto me sonríe, lo logramos. El público aplaude y nosotros nos recargamos con el vitoreo como si ellos fueran electricidad y nosotros baterías. Damos las gracias y nos retiramos, apenas salimos del escenario Roberto y yo nos abrazamos con alegría.

–¡Lo logramos! –dice.

–No puedo creerlo. Ya está. Acabamos –digo con un tono de voz que me hace dudar si esto es un sueño o la realidad.

Nos llaman por nuestros nombres y salimos una vez más a dar las gracias, entre el público puedo ver a mis padres, a mi hermana y a Santiago, les dedico a todos una sonrisa que podría verse desde China. Regreso a los camerinos para recoger mis cosas y cambiarme, meto todo mi maquillaje en la bolsa junto con mi vestuario una vez que logro quitármelo. Muchos de mis compañeros pasan y se despiden, me abrazan y me dicen las cosas más lindas; esta nunca fue una escuela donde cabía la envidia como en la mayoría de las academias de danza, cuando bailas contemporáneo todos en el grupo nos unimos para crecer como los árboles y nutrirnos los unos a los otros, siempre apoyándonos y dejando las malas vibras atrás.

Salgo al lobby del teatro para encontrarme con mi familia, los encuentro cerca de la puerta, ellos me ven desde lejos y comienzan a gritar entusiasmados. Apenas llego me abrazan hasta dejarme sin aire y les doy las gracias por siempre darme su apoyo, me giro hacia Santiago quien tiene unas flores, las tomo y le doy un abrazo seguido de un beso.

–Gracias por venir –le digo con cariño–. Te amo.

–No podía perdérmelo –me sonríe–. Te amo mucho más.

Las lágrimas quieren asaltar mis ojos pero no las dejo y en lugar de dejarme vencer por mi sensibilidad suelto una carcajada y lo abrazo de nuevo.

–Bien, ahora vamos a cenar porque estoy muriendo de hambre –dice Bárbara empujándonos a todos para que salgamos de ahí.

–Por favor –suplico mientras mi estómago ruge.

Cuando estábamos a punto de subirnos al auto alguien dice mi nombre, me volteo y veo a una mujer muy elegante vestida con un traje rojo que le queda a la perfección, es alta, de ojos claros y cabello oscuro como el azabache que resaltaba al tono rojo de sus labios.

–Hola, Sofía, mi nombre es Leticia Davis y soy la directora de la compañía Elevation en Los Ángeles. He quedado asombrada por tu número y me gustaría que considerarás unirte a nosotros –me dice con entusiasmo.

No sabía que decir, me quede muda. Esto no pasa todos los días.

–Me quedo en la ciudad hasta el sábado –saca de su bolsa una tarjeta y me entrega–. Llámame y podemos hablar mientras tomamos un café. ¿Qué te parece?

–Claro, claro –digo tartamudeando un poco mientras tomo la tarjeta–. Muchas gracias, Leticia.

La veo alejarse y me subo al auto atónita. Esto de verdad que me ha tomado de sorpresa, nunca creí que pasará esto y mucho menos hoy. Pensaba que tendría que tocar muchas puertas hasta que una se abriera y no que cayera la oportunidad en mis manos sin que lo pidiera y mucho menos en otro país.

–¿Quién era esa mujer? –pregunta mi padre.

–La directora de una compañía de danza en California –todavía no me lo creo–. Quiere reclutarme.

–¡¿Qué?! –exclama mamá–. ¡Hija, eso es increíble!

–Lo sé –digo aun con asombro–. Nunca había escuchado de ellos, se llama Elevation.

–¿Y qué harás? –salta Bárbara en la conversación–. Obviamente te vas a lanzar, ¿no?

–Eh, no lo sé –digo dudosa–. Primero me gustaría saber en que me estoy metiendo, pero definitivamente estoy emocionada.

–Yo digo que lo hagas –finaliza Bárbara.

–Ya veremos.

Veo a Santiago y su mirada me transmite calidez, no puede parar de sonreír por la noticia, pero al mismo tiempo noto cierta nostalgia en sus ojos y sé que esto podría ser el principio del fin.

Sal y arenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora