¿OTRA REFORMA EDUCATIVA?

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Desde la Ilustración, por poner un inicio a lo que se ha considerado la modernidad, los hombres han entendido la estrecha relación que la educación tenía con el desarrollo y progreso de las sociedades humanas. Desde entonces, ha sido preocupación de los estados la implantación de modelos educativos coherentes con los principios generales que animan esta idea central. La última propuesta de nuestros gobernantes busca adecuar dicha educación a las necesidades que nuestra sociedad detecta, supliendo sus principales defectos en la medida de sus posibilidades y siempre con la idea de garantizar una calidad que permita recoger auténticos frutos y afrontar los innumerables retos que nos esperan.
Pero la verdadera reforma educativa no pasaría tanto por el incremento de algunas horas lectivas semanales en algunas de las asignaturas donde se notan profundas carencias y que se consideran fundamentales, la reelaboración de los contenidos actuales de las asignaturas que tienda a la vertebración de los mismos para todas las comunidades autónomas, un tercer itinerario a partir de los catorce años para los escolares con “estímulos” distintos a los de aplicarse a sus estudios y el acercamiento de la formación profesional a la demanda real de trabajo de nuestra sociedad, si no en una implicación aún mayor de todos los sectores sociales y profesionales vinculados al sistema educativo, así como una financiación pareja que contemplara la suficiente dotación de medios y un tratamiento salarial y de prestigio profesional hacia los docentes que realmente sea acorde con la auténtica labor social y cultural que desarrollan.
La escuela española está soportando una carga que terminará por hacerla ceder y desmembrarse. Los poderes públicos le exigen el cumplimiento de una ley teóricamente llena de propuestas modernas, humanistas y que ilusionan, que contempla un modelo de educando-ciudadano tremendamente atractivo que casi roza la utopía; pero, sin embargo, y a pesar de su talante abierto y flexible, la realidad del día a día la hace inaplicable, inabarcable e ineficaz. A este estado de cosas contribuyen varias causas.
Quizá la primera sea la existencia de un profesorado, en su mayoría muy preparado en cuanto a conocimientos y muy entregado a su labor, pero incompetente para llevar a cabo con criterio y pautas metodológicas válidas una reforma que requiere una formación más completa y profunda que el Estado no proporciona o lo hace de forma notablemente insuficiente, dejando a los centros de profesores la formación un tanto caótica y mediocre tendente a un supuesto reciclaje y especialización profesional.
Por otro lado, la sociedad está delegando en la escuela aspectos formativos que antes no le eran del todo propios. Cada vez los alumnos ingresan en el sistema educativo más jóvenes, casi dando sus primeros pasos, y las familias pretenden que ésta compense carencias que hoy son afectivas, emocionales, de valores, de desarrollo sicomotor que antes no existían porque la estructura familiar, laboral, urbana, las costumbres sociales y la ausencia de influencias tan poderosas como la que ejercen hoy los distintos medios de comunicación social eran simplemente distintas. Las familias delegan cada vez más en los colegios una labor  educativa y formadora que sólo es eficaz y válida en su seno, y a esto ha contribuido un modelo social que muchos intelectuales empiezan a denostar pero que la gran masa social sigue a pies juntillas sin tiempo para la reflexión sosegada y voluntad suficiente para empezar a cambiar las cosas. Este modelo, profundamente utilitario y materialista, aparcado en un cierto hedonismo, no ayuda precisamente a la formación sólida de nuestros jóvenes, cada vez más apáticos, superficiales e irreverentes con un sistema que les proporciona muchos recursos materiales pero les niega el desarrollo integral de su personalidad, lo que perjudica seriamente la convivencia. Además, hay que decirlo, la falta de dedicación por parte de los padres, en plena carrera hacia el éxito profesional y el bienestar económico, así como la inestabilidad emocional que hoy parecen sufrir más habitualmente, hace que nuestros niños lleguen a la adolescencia viviendo con mayor soledad la fractura generacional y social propia de estas edades, buscando clanes que sustituyan a la familia y que apacigüen su necesidad de pertenencia a un grupo y escondiendo su desequilibrio en ambientes que contribuyen a una huida hacia delante que puede terminar en reductos donde son bien vistas la violencia, las drogas o las religiones “alternativas”.
Se pretende que la escuela proponga modelos humanistas inspirados en principios sobradamente recogidos por la ley educativa. Pero la realidad es que aquélla se encuentra que los niños y jóvenes ya traen de fuera sus propios modelos, no siempre adecuados a su personalidad, situación social y familiar, edad, capacidades e intereses. Modelos que la sociedad de consumo y los medios de comunicación imponen con gran fuerza y que se basan por lo general en aspectos de la naturaleza más vulnerable y menos edificante de la persona.
Y, por último, el prestigio profesional y social de los educadores ha caído en picado durante las últimas décadas. Se cuestiona su labor desde todos los ámbitos, acentuando sus defectos y carencias y, lo que es peor, haciéndolos responsables directos del fracaso escolar. Se habla con la boca grande cuando se les critica y cuestiona, y con la boca pequeña cuando se les reconoce su entrega y dedicación, así como la importante actividad social que desarrollan. Se cree que es obligación incuestionable del docente afrontar todo lo que sucede en las aulas, vamos, que va en el sueldo, sin pensar que hoy en día las dinámicas que en éstas se generan son muy distintas a las de hace décadas, adoleciendo hoy de graves problemas de pasotismo e indisciplina, de falta de respeto hacia la enseñanza y quienes tratan de ejercerla con cierta dignidad. A este desprestigio contribuye también la desatención de los poderes públicos, que parecen pretender que los maestros y profesores suplan con imaginación y esfuerzo lo que por otro lado son carencias de medios y económicas. Falta apoyo a las escuelas e institutos así como profesionales relacionados con la pedagogía terapéutica y faltan incentivos económicos que compensen realmente ese echar el resto a nivel profesional y hagan traslucir a la ciudadanía la verdadera categoría que realmente ha de tener un trabajador preparado y con una delicada, por su repercusión, labor social entre manos.

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