Mucho tiempo lleva anunciándose la muerte de la novela por estos pagos de la piel de toro. Y yo me pregunto de qué novela estamos hablando. Me pregunto, acaso, si podemos adscribir la novela a algún tipo de género. Y, en caso afirmativo, si la ortodoxia a ese hipotético género es el camino más adecuado para el escritor contemporáneo.
Superado el escollo de la novela experimental (que pretendió superar el de la novela realista del siglo XIX), hemos desembocado en una especie de diversificación de manifestaciones narrativas que sigue recibiendo el calificativo de novela.
Cervantes ya demostró que en la novela cabe de todo, mientras haya un narrador con vocación e ingenio que nos asombre con la palabra. Cela lo dice cada vez que puede y, luego, acarrea su propio y personal equipaje novelístico. Para quien, allá donde aparece, sigue el hilo azul martingarciano, esto es de cajón cajoniano...
En los tiempos que corren, hablar de géneros cerrados es como poner puertas al campo. Están bien como modelos un tanto arqueológicos de lo que ha dado de sí la creación literaria hasta el momento, como ejemplos técnicos necesarios para la comprensión y dominio del fenómeno artístico que utiliza la palabra y su hambre comunicadora. Pero no estaría de más superar la "cartilla" y el "libro de texto" una vez que éstos ya han sido estudiados.
Hablar de novela es como hablar de género épico narrativo, de si es larga o corta, de si el cuento y bla, bla, bla... Lo de siempre. La Narratología (disciplina ampliamente estudiada desde la Teoría de Literatura) nos pone en situación de acercar al laboratorio improvisado de los textos escritos los entresijos de un pretendido oficio que no es más que una necesidad del escritor.
El hombre que en la actualidad se pone delante de un ordenador a escribir cosas está irremediablemente obligado a contestar a los demás qué coño ha escrito si desea que lo lean, pero no hará bien en pensar en quienes lo leerán. Si piensa en los lectores, se mundo se empequeñece hasta el punto de constreñir su escritura a la partitura de un género con el que dichos lectores estén familiarizados. Si escribe libre, sin corsés, puede que no le salga una novela, ni siquiera una de sus hermanas pequeñas, llamadas novela histórica, de tesis, experimental, filosófica, realista, epistolar, memorística... Puede que le salga un pastiche, una burda imitación, un agujero de presunción o, incluso, otra de las que esos críticos estirados llaman obra maestra que revolucione un género, puede que creando uno nuevo con el aplauso de un premio literario y el respaldo de una multinacional del libro. ¿Qué más da?
La moderna concepción pragmática de la literatura, que pretende afirmar algo que quizá sea verdad: los libros existen para ser leídos, lleva al escritor a convertirse en un productor de bienes de consumo. Tal vez haya sido así siempre. Sin embargo, desde que la industria del libro decide qué llega a las estanterías de los supermercados, eso que llamábamos novela parece morir en brazos del marketing y ser enterrada al lado de la poesía, ya muerta desde hace décadas.
Hay que distinguir entre la literatura para ser leída y la literatura para ser escrita. Hay que distinguir al escritor que come de su escritura y al escritor que vive de su escritura y come de otra cosa. Hay que distinguir al escritor que prefiere ser lector del lector que quisiera ser escritor y escribe. Hay que distinguir del escritor en paro y del escritor funcionario. Hay que distinguir del escritor que no rinde cuentas a nadie del escritor que tiene un contrato con una editorial. Hay que distinguir el escritor que escribe en un periódico del que no lee ningún periódico. Hay que distinguir al escritor rubio del escritor moreno, al escritor joven del escritor viejo, al escritor del escritor.
Si escribir es un camino personal, quizá haya un género por escritor. Si un género es una forma de escribir, tal vez cada escritor siga un género distinto.
Es cierto que el hecho de ajustarse al esquema de un soneto ejercita al poeta como el entrenamiento al gimnasta. Pero no estamos aquí para el más difícil todavía ni para batir marcas personales o ganar campeonatos. Los laureles siempre estuvieron reñidos con el escritor.
Escribir es una aventura y un oficio pobre, artesanal. Una comunión especial con la vida. Igual que la abeja liba su miel, el escritor teje palabras con mano temblorosa, porque no puede hacer otra cosa. Podría dejar de fumar si fuma, de beber si bebe, de respirar si aún respira, pero no podría dejar de escribir. Y, más tarde, en este mundo en el que reina ese poderoso caballero, que le llamen novela o lo que les salga de los cojones a eso que escribió casi todo en prosa y que tenía más de doscientas páginas.