Informar y entretener. En ningún caso, educar. Son los objetivos prioritarios de los nuevos medios de comunicación, liderados por la televisión. Y es que educar requiere de criterios complejos y muy bien definidos. Criterios que la sociedad ha delegado en la escuela. Y es que toda la educación que cabe en la tele se ciñe fundamentalmente a la casuística de los centros de enseñanza o al oportunismo de los políticos, que la utilizan como arma arrojadiza del bienestar social. Y las familias acomodaticias aminoran su rigor con la tutela de la caja tonta o del profesorado. Cada vez es mayor la coherencia entre jóvenes dispuestos a no tener hijos ante la imposibilidad de educarlos como se merecen en el marco de una realidad hostil y contraproducente. Pues si existen unas leyes universales e inmutables acerca de lo más conveniente para la formación del espíritu humano, lo que sin duda es obvio es que hoy en día se prepara a los niños para la simple supervivencia en un medio salvaje que sólo asume como valor fundamental el dinero y sus gratificantes adquisiciones.
No voy a negar que la inteligencia, única arma de la que disponemos para superar el trance de la vida, ha de desarrollarse con el objetivo supremo de alcanzar lo conveniente para el sujeto. Pero, lejos de esta aparente frialdad, no debemos tampoco olvidar que el hombre es un animal emocional y simbólico, que busca otorgar sentido espiritual a sus actividades. Eso que denominamos la realización personal, que ha de ser posible en un medio social, por lo que no ha de ser incompatible con la vida junto a los demás. De ahí la importancia de la enseñanza en la escuela.
Sin embargo, no nos olvidemos de que es en el seno de la familia donde se adquieren las estrategias de carácter emocional que condicionan nuestro posterior devenir. Las pautas de comportamiento que humanizan a los niños y adolescentes, han de adquirirse inevitablemente en el medio familiar. No es posible sentarse a esperar que los maestros y profesores, o el resto de los compañeros de clase, marquen las directrices de la conducta más deseable por parte de los padres. Antes bien, estos padres deberán estar continuamente en guardia ante los elementos distorsionadores que de forma constante amenazan las normas familiares, cuando estas son coherentes y fruto de una reflexión profunda. En la calle, y aunque sea en la escuela, básicamente se articulan mensajes superficiales y vacíos de sentido, pues son puramente teóricos o circunstanciales, tanto en lo que respecta a valores deseables como a los indeseables. El verdadero poso radica en el ejemplo constante. Si tenemos la suerte de que los adultos están en nuestra línea de compromiso personal y social, su modelo será referencia válida que potenciará el esfuerzo y dedicación de los padres. Si no, no contaremos con la ayuda adecuada. Predicar no sirve de nada en este caso. Además, hay que dar trigo. El trigo de una cosecha que cuidamos con esfuerzo y tenacidad, con paciencia y rigor, con alegría y constancia. Con la sabia experiencia del trabajo bien hecho. Y si queremos hacer un buen trabajo, tenemos que hacerlo nosotros mismos. No se puede delegar en los demás la trascendencia de un hijo. Debemos educar en casa, a pesar del colegio, los profesores, la gente de la calle no siempre favorable a nuestras ideas, los políticos, las instituciones y la televisión. A pesar de ellos y, en tantas ocasiones, en contra de ellos.
Los padres necesitan tiempo de maduración, quedarse a ver crecer la cosecha. Estar presentes en cada momento. Sobre todo en los primeros años, cuando los hijos aún se lo permiten. Llegada la adolescencia, han de guardar las distancias, pero siempre conciliadores y disponibles, abiertos a un diálogo constructivo y ejerciendo como modelo coherente de conducta que el joven, con su sentido de lo equitativo y lo correcto, contempla como la armonización de lo que se dice y lo que se hace.
En esta sociedad desquiciada por el capitalismo más salvaje y el hedonismo más cruel, no podemos seguir permitiéndonos que los hombres del futuro comercien fruto de un relativo por utilitario provecho con valores fundamentales e incuestionables que hay que rescatar y revalorizar. Valores que nada tienen que ver tal vez con la moral establecida o las pautas sociales triunfantes. Valores que quizá haya que replantearse, pero valores firmes que hagan a quienes tendrán que tomar el relevo social, más justos y más humanos. La historia nos dota de un barniz cultural, pero el hombre no ha de tomar como superfluo lo que le es propio y connatural: la búsqueda de la verdad ha de iluminar el camino, aunque ésta nos lleve a lugares imprevistos. Pero, para ello, tal vez deban cambiar los adultos, a quienes se les ha podido ir de las manos ante su propia confusión el criterio con que situarse ante la realidad. Tal vez este sea el auténtico escollo: tal vez la necesidad de vivir una mentira obligue a nuestros incipientes adultos más preclaros a desechar la posibilidad de la especie y traer descendencia a este mundo.