- Capítulo 1 -

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Respiré profundamente, apoyando mi mano derecha en el ventanal, el sol desaparecía a la distancia a través de los grandes árboles que tenía el patio trasero del orfanato en el que vivía desde hacía incontables años.

Podía escuchar a los pájaros cantando, tan tranquilos, libres, no como yo.

Lo vi a él, sentado en el balcón, su mirada estaba perdida en aquellas letras infinitas, plasmadas en las hojas que contenía el libro que tenía en su mano derecha, mientras que con la otra acomodaba hacia atrás su cabello castaño el cual llegaba hasta el inicio de sus orejas.

Abrí la ventana y salí al balcón, oliendo el delicioso aroma a pasto recientemente regado por el personal del orfanato.

—Hola —habló él notando mi presencia, sin quitar la mirada de su libro.

—¿Qué lees? 

La pregunta salió de mi boca acompañada con un débil vaho, expulsado por mi calor corporal chocando contra el frío clima.

Me senté a su lado y recosté mi rostro en su hombro. Su cuerpo estaba tibio a diferencia del suelo helado, el cual podía jurar que me congelaría el trasero en cualquier momento.

—Conseguí el que quería de Stephen King, El Instituto —respondió, colocando su mano sobre la mía, acariciándola— ¿Por qué querías verme aquí? —preguntó, cerrando su libro, dejándolo a un costado.

Él se movió unos centímetros para fijar sus ojos avellana sobre los míos, y con solo una mirada fue capaz de cuestionar mis facciones detenidamente. Sonreí al verlo, y una gran culpa creció en mi pecho generando una presión en el mismo, provocando que mi labio inferior temblara con angustia.

—Serena, ¿algo va mal? —preguntó curioso. Él arrugó su entrecejo mientras la yema de su dedo gordo recorría mi labio inferior y él apretaba los suyos en señal de deseo.

Probablemente estaba recordando los besos que nos dimos anoche, como sus manos acariciaban mi espalda desnuda lentamente, provocándome escalofríos, erizando los vellos de mis brazos, mientras que yo me sentaba encima de él e intensificaba aquél beso. Esas escapadas por las noches se habían vuelto una costumbre desde nuestro primer beso, ambos escondidos en el salón de teatro que tenía el orfanato, haciendo cosas que las monjas, las autoridades del lugar, nos tenían prohibidas. 

Me acerqué a él tomando su rostro con ambas manos, esa piel suave que tantas veces había trazado con las yemas de mis dedos.

—Me iré, la Superiora me ha dicho que un familiar lejano ha sabido de mí y me ha venido a buscar.

Él arrugó su entrecejo en el momento en que escuchó salir esas palabras de mi boca. Llevábamos tantos años juntos, inseparables, nuestra amistad era tan fuerte, tan impenetrable, se había vuelto tan importante que él había sido el primer chico al que besé, al único que le había permitido besarme y tocarme, trazar apasionadamente sus dedos por mi cuerpo semidesnudo, provocándome cualquier sentimiento impuro, pero sin ir más lejos.

El resurgimiento del ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora