Té para tres

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En el mapa de Colombia, hay una ciudad fría e insolente llamada Bogotá. Una arteria atraviesa esta metrópoli de centro a norte llamada carrera séptima y esta se cruza con una calle rebosante de placebos, conocida como la 45. En la intersección de este par de vías, hay un pequeño bar de rock en un segundo piso y en la puerta que conduce al balcón, un hombre observa a la mujer que ama en secreto discutir con quién le rompió el corazón.

El hombre enamorado, que se llamaba Adrián, pero sus amigos le decían Guadaña, acompañaba a Triviño, el guitarrista de la banda a la que fue a escuchar; hacía tiempo había dejado de prestarle atención, su mirada estaba fija en Kiwi, como llamaban a la mujer que ocupaba sus pensamientos. Triviño, que no necesitaba subtítulos para saber qué pasaba por la mente de su amigo, apretó su hombro y dijo:

—Parce, dígale lo que siente.

Guadaña, avergonzado de que sus celos fueran tan transparentes en su rostro, se dio la vuelta para mirar hacia la calle.

—¿De qué me habla?

—No se haga el marica, que usted sabe de quién le hablo.

Guadaña suspiró resignado.

—Ay sí, como si fuera tan sencillo. ¿No ve qué acabó de terminar con Matías?

—Usted sabe más que nadie que ese man no la merece.

—Eso no hace las cosas más fáciles para mí, tengo que esperar.

—¿A qué? ¿A que vuelvan a estar juntos?

Un silencio siguió a su pregunta, así que Triviño sacudió la cabeza.

—Parce, por eso fue que esa china se cuadró con ese man, porque usted no fue capaz de decirle lo que sentía.

Guadaña recibió el comentario como un dedo que se hundía en su llaga y sintió unas ganas súbitas de patearle el culo a Triviño.

—Ay, no me joda.

Entró al bar, el calor lo abrazó, los músicos de la siguiente banda estaban preparando sus instrumentos en el escenario. Mientras tanto, en los televisores se reproducía una balada americana que hablaba de dar segundas oportunidades, muy oportuna, se preguntó si Matías la había pedido. Caminó hacia la barra y pidió otra cerveza, buscó a sus amigos y se sentó a escucharlos, mientras su mente seguía dándole vueltas al asunto. ¿Tendría razón Triviño? ¿Ella estaría pensando en perdonar a Matías? ¿Debía hablarle de sus sentimientos antes que fuera muy tarde?

Finalmente, Kiwi se levantó de la mesa y cruzó el bar hasta desaparecer por la puerta del baño. Al rato, Matías le dio una palmada en la espalda y le indicó con un gesto que lo acompañara; lo siguió resignado, bajaron las escaleras, cruzaron la puerta, el frío capitalino les lamió la piel descubierta, avanzaron con las manos en los bolsillos media cuadra hasta llegar a la esquina, donde una mujer tenía un puesto de venta de galguerías, tinto, aromática y minutos de celular.

—¿A la orden? —dijo la vendedora.

—Deme un Mustang —respondió Matías, le preguntó a Guadaña si quería algo, pero él negó con la cabeza.

La mujer le extendió el cigarrillo y el encendedor, él lo prendió y le pagó con unas monedas.

—Kiwi no quiere volver conmigo —soltó, después de darle una calada.

La tensión acumulada en los hombros de Guadaña se disipó. De inmediato, se sintió culpable por alegrarse con la noticia, así que puso su mejor cara de pesar.

—Qué vaina —comentó.

Matías se pasó la mano por el cabello, lucía exhausto.

—Está empecinada con el cuento que quiero a Lorena y ya le expliqué cien veces que esa nena y yo no tenemos nada y no las cree —explicó Matías—. Parce, yo amo mucho a esa mujer, no puedo vivir sin ella.

—¿Para qué se ponía usted a mariquear con Lorena entonces? —preguntó, por enésima vez.

—Yo sé, güevón, pero es que se me fueron las luces, usted sabe que uno tomado la caga, pero eso no significa que no la ame, güevón.

—Parce ya, cuando uno ama a alguien no hace esas mierdas.

—Eso lo dice usted porque no está en mi lugar.

Sí, ese era el problema, que él no estaba en su posición, ni lo estaría nunca.

—Pues nada, es la decisión de ella, respétesela.

Él lo tomó de los hombros.

—Marica, ayúdeme.

—¿A qué?

-Ayúdeme con ella, interceda por mí, Guadaña. Dígale cuanto la amo y que merezco una segunda oportunidad.

Guadaña sintió un escozor en el pecho, una cosa era soportar verla con otro hombre, otra muy distinta era ayudar a que eso pasara y más si ese hombre era el que acababa de romperle el corazón. Al que no quiere caldo, le dan dos tazas.

—¿Por qué no la acompaña a la casa y le dice usted? —respondió.

—Porque voy a verme con Lorena.

Guadaña soltó una risa irónica.

—¿En serio güevón?

—Sí, voy a buscarla y decirle que ya todo acabó entre nosotros, que ya no me busque más.

Eso mismo le iba a decir en el bar, pero estuvieron muy ocupados haciendo otras cosas con sus bocas como para hablar del tema.

—Ella no me va a hacer caso —insistió Guadaña— ella sabe que soy su mejor amigo.

—Marica, ella lo tiene a usted en una estima muy alta, va a escucharlo, créame. Hágame ese cruce, no sea así.

No había forma de explicarle a Matías que lo que había hecho era irreversible, que no se saldría con la suya esta vez, que el que peca y reza, no empata; así que él asintió de forma no muy convencida.

—Veré lo que puedo hacer.

Solo hay una forma de saberlo | Historia cortaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora