Corazón delator

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Un par de horas después, en una avenida histórica, desgastada por el tiempo, conocida como La Caracas, se deslizaba un bus rojo extra largo y en su interior, en el acordeón que unía un vagón y el otro, había una mujer con el castaño cabello revuelto y chaqueta de cuero, junto al hombre que la amaba en secreto.

—¿Por qué estás tan pensativo Adrián? No has dicho nada en todo el camino.

Kiwi nunca lo llamaba Guadaña, siempre lo hacía por su nombre propio y eso lo hacía sentir bien; él, en cambio, siempre la llamaba por su apodo, porque su nombre real era Hasbleidy y no le gustaba que nadie la llamara así. Adrián tenía dos cosas por decirle, una era que Matías la amaba y la otra que él la amaba, pero ninguna de las dos se atrevía a asomarse por la rendija de sus labios.

—Estoy pensando si alcanzaremos a coger el alimentador —dijo, para salir del paso.

Tomaron el último servicio de Transmilenio y tendrían que esperar a llegar al Portal para saber si todavía estaba disponible el servicio de buses que los llevaría a su barrio, Casablanca. Vivían en el mismo conjunto, ambos comían empanadas donde doña Ceci, iban a cortarse el cabello donde Elkin y sus abuelas se sentaban a hablar en el mismo parque. Eran amigos desde que tenían memoria.

—No te preocupes, siempre pasa —respondió Kiwi, dándole una sonrisa alentadora con sus suaves labios.

Después de asentir, Guadaña volvió a guardar silencio, mientras en su cabeza había una algarabía de pensamientos descarrilados. Una parte de sí, le pedía ser egoísta, honesto y arrojado, tomar la oportunidad con los dientes o asumir el fracaso con humildad, fuera cual fuera la respuesta de Kiwi a su declaración; de todas formas, Matías tenía merecida su pérdida. La otra le recordaba que debía ser leal, generoso y altruista; servir de escudo a su amigo caído en batalla; si cruzaba el puente que unía la amistad y el amor con Kiwi, perdería sin remedio a su amigo, ¿era eso lo que quería?

¿A qué horas se había metido en ese dilema?

Tal vez fue a los cinco años, cuando Kiwi le compartió de su helado para animarlo porque se había caído y sus rodillas estaban raspadas; quizá a los diez, cuando ella gritaba su nombre desde las gradas en el partido de futbol; de pronto a los quince, cuando ella le aconsejó alejarse de aquellos chicos que querían llevarlo por los malos pasos; acaso a los veinte, cuando se besaron en un juego de verdad o reto. ¡Quién sabe! Lo único cierto, es que en algún punto se enamoró sin remedio, pero enterró el secreto en su interior y allí creció en silencio, como un tubérculo que se forma bajo tierra, oculto a plena vista.

Kiwi le preguntó por su familia, como seguía la rodilla de su mamá, si el cachorro aprendió a ir al baño afuera, si terminaron con los arreglos de la cocina, qué tal la universidad, qué tal la materia del profesor que se parecía al Botijas, ella prestaba atención a todo lo que le decía, lo escuchaba de verdad, eso era algo que él adoraba. Él le preguntó por la recuperación de la cirugía de don Hernando, qué tal va Steven en el jardín infantil, si vio la película que le recomendó, qué tal la tesis, qué tal el trabajo. Ella contaba todo como si fuera una aventura emocionante, era otra cosa que le encantaba. Así transcurrió el viaje en Transmilenio, la espera en el Portal, el viaje en el alimentador. Ambos danzaron alrededor del tema de Matías como si fuera una fogata; si alguno se acercaba demasiado, se alejaba del fuego de inmediato.

Se bajaron del alimentador y Adrián se ofreció a acompañar a Kiwi a su casa, estaba muy tarde para dejarla ir sola; le dio su chaqueta, para que no pasara frío; ella cargó su maleta, para que descansara los hombros. Él sabía que era ahora o nunca, tenía que decirle alguna de las dos cosas que debía decir. Se relamió la boca, su corazón martilleaba en el pecho, las manos le comenzaron a sudar, las metió en los bolsillos del pantalón, cerró los ojos y pronunció las palabras que pulsaban por salir.

—¿Y cómo vas con lo de... Matías?

Ella le dio una mirada letal.

—Te habías demorado.

Él se rascó la nuca.

—Solo quiero saber si estás bien, no me has dicho nada al respecto.

—Ustedes, los hombres, se tapan todos con la misma cobija, apuesto que si te pregunto qué piensas, dirás que todo fue culpa del alcohol.

—Pero si todo fue culpa del alcohol —comentó.

Ella lo miró para ver si hablaba en serio, pero él tenía la sonrisa pícara que hacía siempre que decía algo solo para fastidiarla.

—No hablo en serio —repuso—, sé que, si alguien es imparcial en este asunto, eres tú, siempre lo has sido. Eres el único al que le pediría una opinión sincera, si la necesitara.

—¿Y no la necesitas?

—No -respondió—, el alcohol no tiene la culpa de nada, solo saca de las personas lo que ya llevan dentro, sea bueno o malo. Es como el mar que devuelve a la orilla lo que no devora.

Adrián se detuvo y se volteó para quedar frente a Kiwi. Tragó saliva fuerte, observó con detenimiento su rostro, memorizando sus ojos color miel, su piel trigueña cubierta de los rastros de la varicela, su nariz pequeña, su boca grande. Quería recordar la manera en la que lo miraba, la confianza que habían construido por años y que él iba a arruinar en cuestión de instantes.

—Estás equivocada -dijo.

—¿En serio crees que el alcohol...?

—No sobre eso —La interrumpió-, sino sobre aquello de que soy alguien imparcial.

—¿Qué quieres decir?

—Que soy el que menos quiere que vuelvas con Matías, el que nunca quiso que estuvieras con él, en primer lugar.

Solo hay una forma de saberlo | Historia cortaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora