Algo contigo

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Ella lo miró fijo, más fijo que nunca y Kiwi siempre miraba directo a los ojos. Había sorpresa en su mirada, pero no del tipo que él esperaba.

—¿Por qué? —preguntó.

Porque la amaba, tres palabras, solo eran tres palabras atoradas en su garganta.

—Porque sabía que eso pasaría, porque sé que volverá a pasar —respondió en su lugar—, es siempre lo mismo con él, pensaba que tal vez sería diferente contigo, pero el que es, no deja de ser.

Ella desvió la vista y soltó una risa nerviosa.

—Pensé que...

—¿Qué?

—Nada, yo... Pensé que dirías otra cosa.

—¿Qué cosa?

Sacudió la cabeza.

—Olvídalo.

Ella siguió caminando, unos pasos delante de él, no podía ver su rostro.

—¿Qué pensaste? -insistió.

—Si no quieres decirlo, no lo hagas, pero no lo haré por ti —respondió sin mirarlo.

Él se quedó congelado en su lugar, con las manos en las caderas, ella tardó unos segundos en notar que no la seguía y detenerse. Se miraron en silencio, ella expectante, él pasmado. Un bus azul pasó raudo a su lado, pero ninguno lo miró.

—Lo sabes -fue lo único que atinó a decir Adrián.

—Sí —Se cruzó de brazos—, también sé que no vas a hacer nada al respecto, te conozco. No hiciste nada cuando tenías la oportunidad, no lo harás ahora. Por eso sé que eres imparcial, porque siempre pones lo que sientes por mí a un lado.

—¿Decir la verdad hubiera cambiado las cosas?

—Tenías que averiguarlo.

—¿Entonces por qué... Matías?

Ella lo caviló un poco.

—Porque él no tenía miedo a perderme, no como tú —Desvió la mirada—. Tal vez por eso tú estás aquí y él no.

Esas palabras calaron hondo en Adrián, era cierto que lo conocía. Un par de ñeros caminaban en su dirección, él compartió una rápida mirada con Kiwi y siguieron avanzando. Cruzaron la iglesia, el centro comercial y giraron en la esquina. Él miró hacia atrás, no se veían por ahí.

—¿Cómo te diste cuenta? —continuó Adrián.

Ella bajó la vista.

—Matías me contó.

Aquello lo dejó helado. Siempre pensó que su amor era un secreto para su amigo, él nunca le habló del tema, ni le preguntó cómo se sentía respecto a su relación con Kiwi. Ahora sabía, que cada vez que la acariciaba, la abrazaba y la besaba en frente de él, era consciente de cómo lo estaba lastimando. No sabía cómo sentirse al respecto.

—¿Por qué te contó eso?

—Quería saber si eso era un impedimento para que estuviera con él. Yo le dije que tú nunca me habías dicho nada de eso, así que eso significaba que no querías cuadrarte conmigo.

Adrián se detuvo y cruzó los brazos.

—No se trata de eso, no te dije porque estaba esperando el momento ideal, quería hacerlo de una forma única y decir las palabras correctas, tenía que estar seguro de que no arruinaría nuestra amistad y que todo sería perfecto.

Kiwi metió las manos en los bolsillos de su jean, estaba haciendo un frío de perros.

—¿Y no pensaste que tal vez yo no quería algo perfecto sino algo real? Y eso fue lo que me ofreció Mati. Él no estaba seguro si yo sentía algo o no, pero se arriesgó a averiguarlo.

Adrián sintió esas palabras arder en su mejilla como una cachetada, era una verdad que no quería admitir y que ella misma la dijera, lo hizo sentir como un güevón. Si tan solo se hubiera lanzado al agua, quizá todo sería diferente, pero no se podía volver al pasado. Su oportunidad se había ido, tenía que asumirlo y seguir adelante. Asintió.

—Lo entiendo —Fue su única respuesta.

Siguieron caminando hacia su conjunto en uno de esos silencios en que se desbordan las palabras. Kiwi no paraba de mirarlo, mientras él estaba pendiente de que no los robaran, así le toca a uno en Bogotá, tener ojos en la espalda. O tal vez solo estaba evitando mirarla, para que no viera lo descorazonado que se sentía.

Entraron al conjunto, saludaron a don Alfonso, el celador, quién estaba en la caseta con una ruana para cubrirse del frío y la radio encendida, en una de esas emisoras que se ponen a hablar de fantasmas en la noche. Adrián la acompañó hasta su edificio, como siempre. Ella abrió la puerta, se quitó la maleta y la chaqueta y se las entregó, esperó a que él se las pusiera para despedirse de un abrazo, con los brazos alrededor su cuello, como siempre.

Solo que él no la soltó.

Deslizó sus manos por su cintura con suavidad, pero firmeza; su nariz, exploró el cabello castaño que olía a cigarro, su mejilla fría que se estremeció con su roce y se detuvo justo al lado de la nariz de su amiga. Sus ojos estaban puestos en su boca seca, en la que apenas quedaba labial violeta en los bordes.

—¿Por qué justo ahora, Adrián? —susurró Kiwi, con un tono de reclamo, mientras sus brazos se cerraban más en torno a su cuello.

—Solo hay una forma de saberlo —respondió.

Los labios de Kiwi se entreabrieron, su aliento era cálido y olía a cerveza; él rozó el labio inferior, tanteó sus pliegues despacio, tentándola; ella temblaba bajo sus manos, quizá por el frío, quizá por la anticipación del momento; presionó un beso en su boca, como si sellara una confesión que llevaba escribiendo por años. Ella enterró los dedos en su cabello y profundizó el beso, reclamando lo que siempre le había pertenecido. Sus lenguas colisionaron y saltaron chispas de placer de sus cuerpos, los labios se enredaron en una danza eléctrica; los alientos de alcohol y coraje se fundieron en uno solo.

Adrián olvidó por un momento los pros y los contras, los derechos y deberes, los protocolos y los manuales de instrucciones, solo le importaba sentir, conocer, saborear, explorar, absorber. No era el primer beso que se daban, pero se sintió como si lo fuera; mientras el otro había sido apresurado, forzado y público, ese fue íntimo y codiciado. Él la besó como siempre quiso, como si no tuviera una segunda oportunidad, porque a ciencia cierta, no sabría si la tendría.

Cuando se separaron, Adrián retrocedió un par de pasos, Kiwi estaba sonrojada y agitada y contrario a lo que esperaba, no había arrepentimiento en sus ojos, pero de alguna manera supo que nada cambiaría entre ellos después de esa noche.

—Hasta mañana -dijo ella.

—Qué duermas —respondió.

Kiwi se despidió con un gesto de la mano y cerró la puerta del edificio. Él la observó subir las escaleras a través de la ventana hasta que la perdió de vista. Después se dio la vuelta y exhaló una bocanada de aire blanco, eufórico y exultante, se frotó la cara para confirmar que no estaba soñando.

¿Qué acababa de pasar?

Caminó a paso firme hacia su apartamento, su espalda estaba erguida y los brazos se balanceaban rítmicos hacia los lados, tenía una sonrisa estampada en la cara que no podía disimular. ¡Lo había hecho! ¡Por fin! Se sentía fuera de órbita, ingrávido y delirante, se mordió el labio, todavía incrédulo.

Entró a la casa despacio, procurando hacer el menor ruido posible para no despertar a nadie y caminó en puntillas hacia su habitación. Dejó su celular sobre la mesa, se echó en la cama y cerró los ojos, saboreando el recuerdo con detalle y pronto se quedó dormido allí mismo, sin cambiarse, ni apagar la luz, como un bebé.

Solo hay una forma de saberlo | Historia cortaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora