III

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No sonreír costaba una cuota de dolor intensa. Lo sabía pero no había podido evitarlo. No había casi dormido nada en las últimas noches y el niño que me había lanzado comida me había dado en los ojos. Sonreír era lo último que estaba en mi mente.

La piel se me abre en la zona de la espalda ante el décimo quinto latigazo. Mi boca amordazada no me permite gritar, pero los restos de gritos están ahí, intentando escapar por donde la tela sucia deja pequeñas rendijas. Desnuda y atada de las muñecas. El Castigador jamás mancha de sangre nuestras ropas, no gasta dinero de más en lavarlas y nuestra imagen deplorable no vende demasiado.

Deja el látigo a un lado, tomando algo más y, de un golpe, el hueso de mi pierna se quiebra. Crack, es preciso y claro el sonido cuando un hueso se transforma en dos. Estoy bañada en lágrimas y sangre, es una penosa y patética escena. Otro golpe va a mi trasero, otro a mis brazos y uno más en la espalda. No se vuelve a quebrar ningún otro hueso, pero el dolor me hacía dudar. Punzante, agudo, en las zonas precisas. Grandes hematomas oscuros en mi piel, heridas abiertas y sangrantes, ardor en la carne y burlas. Cuando el Castigador infringe dolor, jamás es algo privado. Sus secuaces están con él, riéndose por el sufrimiento ajeno y dando ideas de una tortura peor. Para ellos es divertido. Las gotas de sangre, las lágrimas, las heridas, las quebraduras, la humillación.

¿Ser normal implica ser como ellos? ¿Significa perder parte de su amor por la vida? ¿Ganar satisfacción con el dolor ajeno? ¿Por qué eso es divertido? Pero ¿sé lo que es divertido? Desde que recuerdo, lo poco que conservo de memoria, jamás he sonreído. Nunca sentí la necesidad de hacerlo, nunca tuve motivos.

En el Circo del Terror no existen las bromas ni la felicidad para las criaturas deformes que somos nosotros. Nadie tiene derecho a conocer una pizca de alegría, incluso tememos sonreír fuera del horario de trabajo, no sabemos si ese simple gesto se cobraría con una cuota de dolor. Creemos que no, aunque tampoco nos arriesgamos. Ni siquiera en esas noches desoladas donde ellos duermen y nosotros tenemos un granito de arena de libertad.

– ¡Más fuerte!

– ¡Usa el látigo de nuevo!

El Castigador no usa el látigo, pero sí algo más que no sé identificar entre tantos golpes. El elemento sorpresa consigue que siga llorando y gritando por muchas horas más (y digo horas porque ese tiempo me pareció a mí, aunque creo que no fueron más de veinte minutos). El escozor comienza a calmarse, el dolor suele dormirse ligeramente por un tiempo antes de volver con fuerza. Cuando despierte mañana sé que querré llorar, pero deberé fingir una sonrisa frente a todos si quiero evitar otra escena igual. Sonreír aunque el cuerpo me pida un minuto de descanso y que hiciera algo para recoger la dignidad que había sido enterrada metros y metros bajo tierra. Debía seguir con la actuación para salvarme del precio a pagar por no sonreír.

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