Mi piedra

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En uno de esos ríos que alargan su caudal hasta la orilla del propio océano, encontré un día un ente vivo, y leed bien, que solo yo que he dedicado extendidas horas tumbada a un lado del río al estudio de dicho ser, me encuentro en el derecho divino de otorgarle vida, incluso por encima de su carácter abiótico.

Justo caminaba yo cerca del agua, que en ese entonces corría con una furia capaz de arrastrar un cuerpo humano con ella, cuando descubrí mi tesoro. Era una roca de apenas siete pulgadas, común ante ojos desprovistos de la capacidad de ver más allá, pero claro, yo era de las pocas personas cuyos ojos atravesaban lo material y se infiltraban en el alma. Mi querida piedra se encontraba mancillada por los golpes y las fracturas que tantos años tan cerca de la corriente le habían causado, aun así, no parecía haber perdido ni un poco de su brillo negruzco, y al apuntarla hacia el sol bien podría haberse confundido con una estrella. Mi aclamada piedra tenía otra característica peculiar, en sus bordes redondeados comenzaban a relucir nuevos colores, un hilo de brillo dorado recorría su lomo serpenteante y a su lado unos destellos plateados le hacían compañía. Claramente mi roca no era una roca común.

Cuando la llevé al pueblo nadie le prestó el merecido interés a mi tesoro, aunque ciertamente, ¿qué atención le prestarían a una roca enmohecida, sacada de la rivera del río y teñida de un negro azulado que causaba malos augurios?
Pues sí, ninguna. Mas no creáis que me rendí tan fácil, el simple hecho de contemplar a mi piedra me brindó la energía necesaria para continuar con mi labor, que no culminaría sino hasta que por primera vez una piedra causase revuelo en tan oxidado pueblo. Después de varios intentos fallidos, y de varias rodillas hincadas, logré que una persona dedicara al menos un par de minutos al estudio de mi piedra, minutos que he decir fueron más que suficientes para hacer resaltar sus peculiaridades, y con tan solo observarlo, mi tesoro casi provoca un desmayo en el anciano del pueblo, que después de los segundos que tardó en recuperar el aliento escapó despavorido y gritando: «¡Un meteorito en el pueblo!, ¡corran a verlo!».

El resto de mi historia está más que contada, mi piedra antes de yacer en el furioso río, ya había pasado largos años de su vida vagando por el espacio, y si tal cosa no te es aún asombrosa, he de agregar que su interior estaba bañado en el más exquisito oro. ¡Cuán feliz me sentía por mi piedra!, al otro día llegaron varios hombres desde la ciudad y me ofrecieron amablemente crear un espacio en el museo para mi tesoro, sin duda acepté, y ahora soy un ser que vive maravillado con el simple hecho de visitar cada sábado una fea, sucia y resquebrajada piedra del río.

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