1. Cuernos de guerra

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Aquella noche el bosque era sacudido por una tormenta. Un caballo corría por el estrecho camino como si lo persiguieran los lobos. El soldado que iba montado en él lo espoleaba sin piedad. Al hombre no le gustaba tratar con crueldad a su montura, pero tenía que llegar a toda costa al castillo, y si el animal moría por el camino, que así fuera.

Después de unos interminables minutos, el soldado divisó las torres del castillo y la muralla que protegía la ciudad, pero justo en ese momento el caballo tropezó, lanzandolo por los aires. El soldado se levantó maldiciendo y escupiendo barro, observó al caballo que respiraba con dificultad, y se resignó a que tendría que correr. Sin perder un minuto se dirigió a las puertas de la ciudad; cuando llegó las encontró cerradas, como era normal. Las aporreo gritando que le abrieran, hasta que oyó una voz masculina proveniente de la parte de arriba de la muralla:

- ¿¡Qué demonios pasa?! - gritó el centinela.

- ¡Abridme, maldita sea! - le gritó para hacerse oír por encima del viento.

- Mi trabajo es proteger la puerta y no abrir a cualquiera, si te has quedado dormido en el bosque no es mi problema, ¡las puertas se cierran todo los días al atardecer! -

- ¡Vengo de la frontera, desgraciado! - le gritó el soldado cada vez más enfadado - ¡Viene el enemigo!, tengo que avisar al rey.

No se oyó respuesta del centinela, salvo una maldición, y una orden de abrir la puerta. Cuando las puertas estuvieron abiertas el soldado entró a toda prisa y se dirigió al castillo. Por suerte las puertas del castillo se abrieron ante él sin problemas.

El capitán de la guardia lo acompañó hasta la sala donde estaba reunido el consejo de guerra. En cuanto entró se sintió intimidado. Liderando la mesa, se encontraba el mismísimo rey, alto y corpulento, de pelo negro y ojos oscuros. Tenía la cara pálida y con ojeras, señal de que lo acababan de despertar, pero aun así había tenido tiempo de vestirse, lavarse la cara, peinarse y ponerse la corona.

A su izquierda estaba su consejero, un hombre mayor y de nariz puntiaguda; a su lado estaban todos sus generales. Y a la derecha del rey estaba su hijo, el príncipe Roy. Y por último, al lado del príncipe. estaba el hechicero Rakesh, era bastante mayor, alto y con una mirada que hacía temblar al más valiente.

El soldado reparó en alguien más al lado del hechicero, lo reconoció enseguida, era uno de los poquísimos aprendices de Rakesh, un chico de 16 años, alto y delgado, con pelo negro ligeramente largo y unos ojos azules muy vivos. El soldado recordó que se llamaba Aiden.

- ¿Cual es la situación? - preguntó con voz ronca el rey

- Vengo de la frontera mi señor, hemos avistado al enemigo, estarán sobre nosotros en seguida - le informo el soldado

- Preparen a sus hombres ¡inmediatamente! - les ordenó el monarca a los generales, después se giró hacia el hechicero - Confió en ti y en tus aprendices sois los únicos que podéis enfrentaros a esas bestias con alas

- Haremos lo que podamos, pero le recomiendo que tenga listas las catapultas 

                                                                                           ***

En el castillo había un revuelto fuera de lo normal, los soldados corrían de aquí para allá poniéndose las armaduras y buscando sus armas. Los mejores manejando las catapultas se dirigieron hacia la muralla. Aiden seguía a su maestro hacia la torre donde les esperaban el resto de hechiceros, nunca es su vida había estado tan nervioso, llevaban en guerra mucho antes de que él naciera, pero las batallas siempre pasaban lejos y en los campos de batalla, y él nunca había asistido a ninguna. Pero ahora la ciudad estaba a punto de ser invadida, y tenía que ayudar a defenderla, Aun así. tenía él un nudo en la garganta y el estómago revuelto, estaba seguro de que si se paraba un segundo, vomitaría.

Siguió a su maestro escaleras arriba de la torre más alta del castillo hasta llegar a una puerta morada y considerablemente grande.

Su maestro dio un pequeño golpe con su báculo y las puertas se abrieron sin que nadie las empujara. Cuando entraron se encontraron a los demás hechiceros y aprendices: todos estaban pálidos pero listos para la lucha.

En los últimos siglos los hechiceros humanos habían ido escaseando hasta casi desaparecer; hoy en día no llegaban a los veinte en todo el reino.

Allí presentes estaban diez hechiceros y hechiceras ya adultos que habían dejado de ser aprendices. También estaban los tres compañeros de Aidan. Faltaban otros tres hechiceros, dos de ellos, dos hermanas más bien, era grandes aventureras, lo que significaba que si no estaban allí presentes era que estaban recorriendo mundo y que no podrían ser de ayuda. Y por último faltaba otro hechicero, llamado Liot que era ya mayor y se había retirado, vivía en una torre apartada cerca del mar; tampoco contaban con su ayuda.

- ¿Cómo nos colocaremos? - preguntó una hechicera de pelo negro

- Le he dicho al rey que cada batallón tendrá por lo menos a dos magos a su disposición, y yo iré junto al rey en compañía de dos de vosotros -

- ¿Y nosotros? - preguntó tímidamente una de las compañeras de Aiden, Se llamaba Sehila, tenía un año menos que el, de cara redonda y pecosa, ojos grandes y marrones claros y pelo corto y color caramelo. A Aiden le había gustado desde que la vio por primera vez.

- Vosotros estaréis junto a las catapultas - les ordenó su maestro

- ¿¡No lo dirás en serio!? - se alarmo una hechicera ya algo mayor - ¡Son niños! ¡No puedes dejar que salgan al campo de batalla! -

- Irán a por ellos en primer lugar ¡Lo sabes de sobra! - le reprocho otro mago

Otros hechiceros murmuraron de asentimiento, Aiden deseaba en silencio que consiguieran hacer entrar en razón a su maestro y que les prohibieran entran en batalla. Estaba realmente asustado, pero no quería admitirlo en voz alta.

- ¡Tienen que participar! - tronó Rakesh - Necesitamos toda la ayuda posible, además no estarán solos - dirigió su mirada hacia Jon, un hechicero bastante poderoso - Tu iras con ellos, y evitarás que los maten o provoquen un desastre - le ordenó.

El aludido frunció el entrecejo, no parecía deseoso de cuidar de unos niños, pero no discutió.

Un cuerno de guerra sobresaltó a todos, y rompió el tenso ambiente. Sin perder un minuto cada uno se dirigió hacia un sitio en concreto.

Aiden, sus compañeros y Jon se dirigieron hacia la muralla. Había parado de llover. Cuando llegaron el general que estaba a cargo de las catapultas y los hombre allí presentes no pareció alegrarse de ver a los niños. Mientras Jon hablaba con el general, los aprendices se apartaron a una de las catapulta y miraron hacia el cielo, alerta. Estuvieron un rato en silencio, hasta que la tensión se hizo insoportable, y Aiden decidió romperla:

- Quien iba a imaginar que nuestra primera batalla llegaría tan pronto... - comentó

- No se vosotros, pero me tiemblan las piernas, parecen de gelatina - dijo Sheila con un hilo de voz

- Bueno chicos por si no sobrevivimos... ha sido un placer conoceros - gimió Kevin, un chico de pelo negro rizado un tanto regordete.

- ¡Gracias por las palabras de ánimo! - le reprocho Henry molesto, tenía 17 años, el mayor del grupo, alto y musculoso y pelirrojo. Se hacía el duro, pero en realidad estaba aterrado, se le notaba. Pero lo escondía porque al ser el mayor, si el perdía la calma también lo harían ellos, Aiden lo admiraba por ello.

De repente el cuerno de guerra volvió a sonar, y otra, y una última vez.

- Tres toques - les informo Jon acercándose a ellos - Empieza el infierno -

La Gema de FuegoWhere stories live. Discover now