Prólogo.

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[Este prólogo contiene escenas de auto-lesión. Estás advertido.]

Eran las diez de la noche, el horario establecido para la cena. Bajé por las escaleras y con mis hermanas ayudamos a Christine, la señora que se encargaba de los labores de la casa.

Cada uno llevó su plato con comida a la mesa y yo llevé dos; el de mi padre y el mío. Como era el mayor, mis responsabilidades eran más grandes.

Siempre obedecía lo que mi padre decía, sin ninguna objeción. Desobedecerle sería ir en contra de todo lo que él me ha enseñado y también sería pecar.

«Honrarás a tu padre y a tu madre.» Decía el cuarto mandamiento.

De todas maneras, desde que mi mamá murió no he tenido muchos ánimos de contradecir sus órdenes, y él tampoco ha tenido mucho ánimo de dármelas, por lo cual estaba agradecido.

Ella era todavía aún más creyente que mi padre.

A la noche, en vez de contarme un cuento que, según ella estaba lleno de cosas imaginarias, las cuales eran una pérdida de tiempo, y una contaminación a mi cerebro, me leía la biblia.

A los seis años llegaba a recitar perfectamente algunos versículos, gracias a ella.

Y si luego de leerme, yo seguía sin sueño, ponía música cristiana y cantábamos los dos; a veces, hasta mi padre se nos unía, si no estaba muy cansado después de haber dado la misa.

Mi padre era el cura de la Iglesia principal de la ciudad; era un buen hombre, bondadoso, que educaba a sus hijos y compartía la palabra del Señor con la comunidad. O mejor dicho, era el Becario. Ellos ocupan un cargo inferior al cura pero uno superior a los de los apóstoles y, a veces, pueden dar la misa bajo la supervisión del cura, que es en este caso mi tío.

Él amaba su trabajo, incluso insistía en que algún día, podría ser yo quien diera las misas -si es que no encontraba a la persona indicada, cosa que dudo-. Mientras tanto, yo lo acompañaba como apóstol. Lo hacía de vez en cuando, dependiendo de los horarios disponibles que tuviera pero cuando lo hacía, era como si una llama se prendiera en mi ser y me sintiera vivo.

Supongo que eso es lo que significaba amar a Dios.

Hasta hoy en día, nada ni nadie me ha hecho sentir ese sentimiento, por lo que por mí respecta, seguiré con mi vida cristiana hasta que alguien rompa mis esquemas.

Hasta que alguien, pueda llegar a hacerme sentir la misma sensación que el amor por Dios me hacía sentir.

Cuando todos estuvimos en la mesa con mi padre en la punta, Lottie, mi hermana más pequeña comenzó a rezar, dando las gracias por la comida en nuestra mesa.

Comimos en silencio y luego nos dirigimos, cada uno a nuestros cuartos, luego de que nuestro padre nos preguntara si había lago que quisiéramos contarle sobre nuestro día.

Lo normal era que todos nos encogiéramos de hombros y sin más, subiéramos las escaleras lejos de él. Rara vez hablábamos sobre este tipo de cosas y si lo hacíamos, lo hacíamos entre nosotros; yo le contaba a Lottie que un chico de nuestra escuela había sido expulsado por abollar el auto de una de las profesoras a propósito, ella me contaba que le gustaba un chico de su grado y que creía que el sentimiento era mutuo, Daisy, Phoebe y Felicitè me contaban pequeños detalles de sus días… cosas normales.

Pero nunca teníamos el valor de hablarlo con él por lo que pudiera pensar o porque nos regañaría si actuábamos de esta o tal manera. Simplemente preferíamos que no se enterara antes que escuchar un reproche de media hora. Y por eso, por mentirle, íbamos a misa todos los domingos a confesarnos. De lo contrario, la culpa hormigueaba en la boca de mi estómago y no podía pegar un ojo por la noche.

❝Maldiciones entre Plegarias.❞ ☯ larry » próximamente.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora