El amargo caminar tras las sombras de los arboles le hacía pensar en un sinfín de cosas que reconocía como suyas y que se desaparecían como las grises luces que cada vez se tornaban menos luminosas a los ojos del que quería ser ciego y que ahora pensaba que tan bueno era la ceguera, mientras la vida pasaba a su alrededor y Él solo la perdía. Las personas ocurrían y los hechos vivían, caminaban y le decían lo perfecto de su vida, esa que jamás estuvo ahí. Las cosas que Él veía siempre estaban en extraños matices que variaban frecuentemente en colores luminosos donde su genialidad opacaba sus errores y ponía hermosas nebulosas frente a sus ojos oscuros que fingían estar de su lado y prometiendo el infinito, cuando, solo tenía un iris vacío y un alma desteñida que parloteaba cosas sin sentido hasta que la gente se alejaba y comenzaba a dudar de esa ceguera inestable, esa ceguera que pasaba como real y se mezclaba entre los demás ojos pendientes de aquellos que veían la vida.Los árboles se acababan y los edificios se abrían par a par, las sombras y las luces eran tan evidentes en esos días nublados en los que el sol solo salía a guiñarte un ojo y sonreírte para recordarte lo sofocador que la felicidad puede llegar a ser y al mismo tiempo el frío que puedes sentir cuando esta ya no está. Los faroles comenzaron a encenderse y el cielo a apagarse, Él prendió un cigarrillo y el humo salió de su boca tras esa primera fumada, el humo se deslizó a por sus labios con una dulce sinfonía y terminó desvaneciéndose en el cielo que poco a poco se quedaba sin estrellas. Él seguía caminando mientras pensaba sin parar, cada situación, cada contexto, cada movimiento, cada detalle hasta que paró y puso el cigarro en su boca una vez más, esta vez con algo de melancolía, una que le recorrió cada vena de su cuerpo, intoxicó su corazón al punto de que este comenzó a latir y cuando se dio cuenta intentó pararlo, pero solo soltó más humo.
Él seguía ahí parado, al lado de un semáforo en rojo, de noche. En un momento todo se volvió blanco y negro, la ciudad llena de personas, todas extrañamente conocidas, algo en ellas era tan familiar como si hubieran salido de sus propios pensamientos, pero de algo estaba seguro y era que Él jamás las había visto, los colores aparecían a pinceladas delicadas sobre los rostros de la gente y cuando estas pasaban al lado de Él bajaban la mirada y las voces pasaban a ser susurros que cosquilleaban en sus oídos y mataban dudas, Él no reaccionaba, se apoyó sobre el semáforo y fumó, bajó la mirada e hizo lo que mejor sabía, ignorarse, en eso estaba y unos pies interrumpieron en su mirada, alguien se había parado en frente de Él y lo miraba fijamente, Él levantó la mirada y vio un niño que hablaba alegremente, su voz era nula, pero a su alrededor comenzaron a aparecer colores que iban más allá de los que él imaginaba y Él...cerró sus ojos, al abrirlos solo vio una calle muy larga, abrazada por los edificios que a través de sus ventanas se veían luces amarillas y sombras desconocidas, y al darse vuelta vio el semáforo y aún estaba en rojo. Él miró el cielo y entre la inmensa capa negra una gota rozó su nariz, luego otra su oreja, comenzó a llover y Él se quedó ahí esperando que algo le moviese, pero nada llegaría y solo perdería el tiempo, tiempo que parecía nunca avanzar cuando el sabor amargo de su boca estaba ahí, lo dulce desaparecía y solo mantenía una melodía lenta en su mente, que volaba y se hacía intensa, tanto que su piel la sentía una mano deslizándose lentamente a su cara y acariciaba sus mejillas frías, sus labios secos y sus ojos vacíos, hasta que se llenaron de lágrimas. Fumó una última vez, bajó la cabeza y como al inicio, fingió ser ciego, una vez más no quería saber nada, ni siquiera si el semáforo al fin estaba en verde, aquella esquina en el campo gris parecía absorberlo hasta el punto en que Él ya no se sentía Él y veía como un tipo estaba apoyado en un semáforo apagado con un cigarrillo a punto de extinguirse y cuando la última ceniza cayó volvió a pensar y cuestionó su ceguera, el piso se quemaba como una hoja de papel, de a poco solo quedaba el semáforo y Él, abrió los ojos, el niño ya no estaba solo una calle vacía y una llovizna suave acompañando sus lágrimas en el rostro de alguien en blanco y negro. Él miró el semáforo y este se puso en verde, cruzó y las luces que siempre ignoró lo hicieron dejar de fingir una ceguera que lo intoxicó más que el cigarrillo que estaba ahí, tirado, a medio fumar, en la esquina de una calle, donde en medio de esta, un hombre yacía muerto.
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Escritos de un alcohólico con insomnio.
De TodoCosas cortas, o no tanto, que escribo cuando me doy cuenta que soy miserable y no tengo a quien contarle mis problemas y emociones.