Una sonrisa en la cara.

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Una nube gris da vueltas en mi mente. Imágenes instantáneas aparecen y desaparecen, dándome apenas tiempo para poder identificarlas. Rostros sin cara, personas sin carne, huesos sin médula, cadáveres calcinados, gritos de dolor, llantos...

¿Cuándo me he quedado dormido? Recuerdo que era de día, hacía calor, no era el momento adecuado para dormir. ¿Dónde estaba? No consigo recordarlo del todo, pero tengo una vaga sensación de que estaba en la calle...

Sí, estaba ahí. Iba de camino a hablar con mi casero. Por fin tenía el dinero para pagar el alquiler atrasado, me había costado tener que trabajar en tres lugares distintos a la vez, pero no quería endeudarme más... Mi madre siempre me dijo que un hombre de bien jamás se endeuda y, de hacerlo, paga su deuda lo antes posible.

Pero nunca he sido un hombre de bien. Jamás en la vida, en mis 26 años, he hecho nada que valga la pena o sea digno de mención. Pasé de la droga y el juego al ocultismo y el interés en diversas sectas. Mi hermano, al contrario, consiguió seguir el camino correcto. Se hizo sacerdote, a pesar de que yo traté de frustrar su intento. Él sabe bien que yo nunca he creído en dios ni en la idea de dios, que para mí todo ello no tiene sentido, no es más que una idea creada por el hombre para sentirse esclavizado voluntariamente.

Un espasmo

Una ciudad en llamas. El penetrante olor a ceniza me congestiona los pulmones y me hace toser. A mi alrededor, el panorama muestra tonos negros, rojos y naranjas. La negrura de los edificios, reducidos prácticamente a los amasijos de hierro y escombros, contrasta con la luz que emerge del fuego. El horizonte queda recortado por más edificios a cuyas espaldas, como un siniestro amanecer, se alcanza a divisar el fuego, imparable, que devora la vida de todo a quien encuentra a su paso.

Espasmo

Un pueblo medieval. A medida que ando por sus calles, el pestilente hedor de la muerte me envuelve y se adhiere a mi ropa como un caro perfume. Me fijo que estoy andando sobre barro, pues hace poco que ha llovido. A mi alrededor no hay nadie, al menos nadie vivo. Sale humo de la chimenea de algunas casas, lo que me indica que la gente está dentro de ellas. Me siento observado. De hecho, si miro de reojo a algunas ventanas, puedo ver personas que se cubren con las cortinas pero que no me quitan el ojo de encima. El silencio reina en el ambiente, a excepción de ciertos gruñidos que no parecen humanos, y del chillido de las ratas.

Las ratas... Están por todas partes, alimentándose de los cuerpos en descomposición de los que sucumbieron a la peste. Un escabroso festín que haría las delicias de todo aquel interesado en la anatomía humana, pues las ratas comenzaban a comer royendo el vientre y abriendo los cuerpos por la zona de los intestinos. La sangre, de un tono entre rojo y negro, dotaba a las ratas de un aspecto horrible, mientras éstas iban mordisqueando unas caras cuya piel estaba prácticamente pegada al hueso, unas caras de color azul grisáceo. Unas caras, la mayoría de ellas, ya sin rostro.

Más adelante, en las afueras del pueblo, los cuervos se unían al banquete. Caballos, vacas, ovejas... Todos muertos, pasto de la peste. La imagen de unos ojos vidriosos se clava en mi mente. Unos ojos que hace ya tiempo que dejaron de ver. Unos ojos encajados en un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior. Era, en realidad, poco más que una simple calavera.

Espasmo

El fondo del mar. La oscuridad más absoluta. Me está envolviendo, creando en mí una profunda sensación de claustrofobia. Siento que no puedo respirar. Veo unos ojos que me miran, muy tenues, apenas perceptibles. Una pequeña luz que se mueve por la derecha. De repente, noto que unas manos me han cogido el brazo.

Una sonrisa en la caraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora