El Viaje a la Ciudad de las Mil Luces

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La Ciudad de las Mil Luces se perdía en la bruma húmeda del amanecer, alejándose de sus ojos café al ritmo del traqueteo de la calesa que, poco a poco, iba devolviéndola a su prisión de los bosques.

Aprovechando el sueño de su aya, la princesa cuya infancia había entregado a un luto sin muertos se acurrucaba en su capa de terciopelo negro mientras fantaseaba con el momento en el que volviera a recorrer el camino a la inversa. No era una princesa como debiera, es decir, no tenía una tez pálida como la nieve, sus ojos no eran azules como el más profundo de los océanos, los trovadores no hacían cantares sobre su larga cabellera dorada. Por el contrario, la princesa era menuda, de pelo crespo y asalvajado, manos pequeñas, boca en una triste sonrisa traviesa desdibujada. Tal vez por ello sus padres, rendidos ante la posibilidad de emparejar a una heredera que bien parecía una cortesana más, la habían dejado vagar a su suerte depositando toda su atención en la menor de las hermanas. Sea como fuere, la princesa había caído en un lecho de libros, que como peldaños de una escalera sin fin la llevaban lejos, muy lejos, sin despegar los pies del suelo de su alcoba. Pronto encontró entre polvorientos pergaminos las llaves convertidas en doctrinas para forjar su carácter.

Se dejó atrapar por las ciencias oscuras y ocultas, viajó por mundos interminables cuyas fronteras se difuminaban con el cielo, aprendió historia, botánica, geografía y arte. Nutrió su alma sencilla con retazos de aquí y allá, componiendo a partir de ellos un tapiz único, tal vez inimitable. Quizá no el más ostentoso, pero sí uno de su propiedad.

Viéndola prosperar en sus estudios, consideraron oportuno en palacio mandarla a la urbe, donde cortesanos, hechiceros o druidas pudieran enseñarle las artimañas que hasta tal punto ejercían fascinación en la princesa. Así puso los pies por primera vez en la Ciudad de las Mil Luces.

La princesa se convirtió entonces en una mancha azabache entre millares de calles de cristal y
zafiro, maravillada su curiosidad hambrienta ante el novedoso espectáculo. Y fue también por
aquellos tiempos cuando en sus manos cayó el primero de los manuscritos que hablaban sobre el temible Emperador Oscuro, quien, hacía tantísimos años que ya nadie sabía contarlos, había
gobernado con su mano férrea pero justa las tierras que en aquel instante ella pisaba. Hechizada por su historia, la princesa bebió ávida todos los documentos que de él encontraba, a veces escritos de la propia mano del Emperador, tantas otras de parte de historiadores partidarios del nuevo régimen que tergiversaban la verdad. Lo supo, mucho antes que nadie, en un alarde atrevido que jamás se habría pasado por la cabeza de una dama de su edad. Encontró las puertas que otros antes habían buscado con ahínco en pos de la tormenta, aporreado con los nudillos en una llamada de odio, arañado con las uñas en heridas de frustración, llorado con lágrimas de ira. Sentada en su torre fue poco a poco consumiéndose en un fuego lento, prendido al asomarse a la palabra escrita. Pálida, demacrada, la princesa se vio enloquecer ante el deslizar lento de las horas mientras traducía largos tratados que la conducían a pistas vanas. Fugada, vagó a altas horas por la Ciudad de las Mil Luces, de calle en calle, perdida en el laberinto blanco, subiendo y bajando escaleras que no conducían a ninguna parte.

Sin inmutarse ante los socavones que desestabilizaban el carruaje, la princesa recordó la vez en que finalmente se había atrevido a invocar lo que ella misma había conformado. El largo corredor tallado en hielo, su aliento blanquecino escapando entre el carmín de sus labios, único adorno que se permitía. La palmatoria alumbrando débilmente la sala inmensa construida a partir de agua solidificada. Vigas, columnas, bóvedas, arcos, más bella cada pieza por si misma que todo su palacio en un día de año nuevo. Sus ojos posados en una tumba esculpida en las paredes, transparente, una prisión de témpanos en la que el Emperador Oscuro dormía un sueño al que nadie jamás supo poner fin.

Extasiada ante la visión del cuerpo incorrupto, la princesa recorrió cada ínfimo detalle de su antigua vestimenta de obsidiana, el resplandor fantasmal de su tez blanquecina, sus labios casi borrados a causa del frío, sus ojos abiertos, dueños de tantas cosas, de tantos secretos, con esa chispa de arrogancia que consiguió cautivarla por completo. Se descubrió a sí misma pegada a la pared de hielo, el traje empapado, los labios morados y su cuerpo convulsionando ante el tacto de la helada cárcel. Tuvo fiebre, tuvo a la vez calor y frío, deliró con enredar sus dedos en aquellos cabellos oscuros que la habían hecho perderse, con ser Emperatriz a su lado, y por fin alardes de grandeza acudieron para ahogar su eterna modestia, para convertirla en compañera, en amante, en sierva. La princesa sintió también por vez primera que su corazón se hacía diminuto en una cárcel como esa, perdido en un mar helado, un mar como aquél que la separaba de sus sueños.

Las primeras veces que visitó aquél lugar lloró y forcejeó, pataleó contra el hielo, derramó gritos
desgarradores que maldecían su suerte ante el impasible rostro del que ya llamaba su Emperador. Con el tiempo, y a medida que su estancia se alargaba en el lugar, sus rabietas fueron cesando hasta convertirse en una muda aceptación, en una compañía silenciosa al final de la cual, como promesa, dejaba una vela ante la tumba, tal y como harían las cortesanas en el altar de las diosas, solo que ella no necesitaba intermediarios. Porque, aunque tan solo dos gotas pudiera arrancar cada cirio, eran dos gotas menos que la separaban de él.

Sus intereses cambiaron de la noche a la mañana. La magia del fuego la obsesionó hasta tal punto, que su aya pidió varias veces a los sacerdotes que la examinaran, no fuera a ser que algún demonio hubiera decidido hacer de ella su morada. La princesa, esforzada día y noche, vio lentamente avanzar sus trucos e, ilusionada, pugnó por hacerse un poco más fuerte por cada lágrima que lloraba la prisión de escarcha.

No obstante, su estancia en la Ciudad de las Mil Luces no era eterna. Cuando fueron a buscarla para que volviera a casa, tuvieron que llevársela en volandas. Caía en largas enfermedades que la postraban semanas en cama, al final de las cuales debía de ser de nuevo conducida a la urbe, donde los médicos tenían a bien tratarla. Sin embargo, y para su desgracia, en el momento en el que se advertía alguna mejora era conducida a su hogar, donde la historia volvía a repetirse.
Su consuelo era que siempre podría volver. Por eso, aunque la nieve mordiente que se desparramaba sobre sus hombros desnudos le anunciara que el palacio estaba a escasas horas de aparecer entre los árboles para encadenarla, no había miedo o dolor en sus ojos, sino una decisión gélida a retornar a la Ciudad una vez más. Aunque para beber de sus labios tuviera que vivir eternamente.

El Viaje a la Ciudad de las Mil LucesWhere stories live. Discover now