Capítulo 4

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Amida

El bullicio no se detiene, así como tampoco la constante necesidad de los demás hacia mí. Me buscan, me hablan, ¿para qué me necesitan? No soy más que un adorno de mesa, y ellos los comensales. A nadie le importa sacar el adorno cuando se arruina, o cuando llega la comida, pero por alguna razón, siempre lo vuelven a colocar. 
Aún perdura la idea de desaparecer. 
Ya van, ¿cuánto? Siete, quizás ocho meses desde que todo perdió sentido, incluso la idea de encontrar uno nuevo.

Una voz dice mi nombre. Me gusta esa voz.

Levanté la cabeza, y noté que las clases ya habían acabado. También noté la extraña ausencia de los comensales. Solo estaba Eida, con la mirada baja, parado al lado de mi asiento. Un gesto extraño albergaba su rostro, apostaría a que era de molestia, aunque los pómulos rosados le daban un aspecto tierno e infantil.

—¿Por qué me quedas mirando?  —reprochó, frunciendo el ceño.
—Disculpa —respondí—. ¿Estaba durmiendo?
—Supongo —dijo él—. O en coma, pero creo que habrías tardado más en despertar.

Sin darme cuenta, continué observándolo, y el continuó de pie a mi lado. Vi cómo se llevaba la mano a una de sus cejas, y cómo, con sus delgados dedos, masajeaba aquellos finos cabellos. Sus cejas eran más oscuras que su cabello, y acentuaban su mirada. Aquella intensa e intimidante mirada. 

Por primera vez, me pregunté por qué yo era el único que hablaba con él. No tenía la mejor personalidad ni era especialmente simpático, pero tampoco lo eran los demás, y sin embargo todos parecían querer evitarlo al máximo, además de hacer comentarios desagradables respecto a su persona. 
Ninguno de ellos siquiera se había dado la molestia de conocerlo.

Aunque, a decir verdad, yo tampoco lo conozco.

—Me cansa esperarte —dijo él, mirándome inexpresivo.
—Sí —espeté, guardando mis cosas en la mochila—. Lo siento.

Quizás sí es un chico antipático. La mayoría de sus comentarios son irónicos y, los que no, emanan desprecio. ¿Será tan desagradable como todos dicen?

—Oye, Amida —dijo en voz baja mientras salíamos de la escuela.
—¿Hm? —murmullé—. ¿Qué ocurre?
—No te tienes que disculpar por todo —arguyó, mirando el camino—. Si me molestara esperarte, no lo haría. La mayor parte de las cosas que hago es porque quiero hacerlas, y, si algún día algo de lo que hagas me molesta, te aseguro que te lo haré saber.

Sonreí tras sus palabras, y él ocultó la parte baja de su rostro con su brazo, mientras continuaba sin mirarme.
Él también había sonreído.

—Me alegra que ahora seamos amigos —dije, desordenando su cabello con mi mano.

Definitivamente, los demás no lo conocen.

Eida

—¿Te cansa que nos vayamos juntos todos los días?

Es una pregunta válida, pero confirma que no me conoce en lo absoluto. ¿Cómo podría estar cansado de pasar cinco días caminando junto a alguien cuya presencia me resulta grata, luego de haber pasado casi dos meses sin charlar con alguien de mi edad?

—¿Qué te dije el otro día, Amida?

Me resultaba difícil no poner atención en todo lo que él hacía. O, más bien, en cómo hacía lo que hacía. 

Mientras caminaba se tocaba las manos, pero lo hacía de manera tan sutil, tan suave, que otorgaba la idea de fragilidad. 
La gente solía parecerme grotesca; con movimientos intencionalmente torpes, risas fuertes y falsas, gritando al hablar para sobreponer su opinión a la del resto. Intentaba, por ese motivo, no fijarme en los demás, limitándome a lo necesario. Pero en Amida, nada me resultaba grotesco, ni siquiera un poco molesto. Ni siquiera su constante necesidad de pedir disculpas. Todo en él estaba envuelto por una sensación de pureza; incluso su rostro, de piel blanca e inmaculada, sus labios finos, sus ojos enmarcados por lentes de marco negro y redondeado. 

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⏰ Last updated: Mar 20, 2020 ⏰

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Semillas, brotes y botonesWhere stories live. Discover now