El Hombre del Sombrero Negro

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Tenía seis años. Recuerdo que era una tarde cálida, de esas donde el sol pintaba el cielo de un naranja suave y mis padres, como siempre, estaban trabajando. Era costumbre quedarme solo en casa, algo que no me inquietaba en lo absoluto. Pero aquella tarde fue distinta. Desde el primer momento, el aire pareció cambiar. Aunque hacía 27 grados, una ráfaga de frío espeluznante invadió mi habitación, como si algo ajeno al mundo real hubiese traspasado los muros.

Me levanté de la cama y fui al living, buscando una explicación, pero allí también el frío era palpable, como si la casa hubiese sido tragada por una caverna de hielo. Afuera, el día seguía igual, cálido y normal. Escuchaba las risas de unas niñas que jugaban en la vereda, sus voces se elevaban mientras saltaban la cuerda, cantando una frase que, aunque repetida en tono alegre, resonaba en mi mente con un eco siniestro: "Nunca lo mires".

Entonces, lo vi.

Pasó frente a las niñas como una sombra que no debería haber estado ahí. Alto, delgado, vestido con un abrigo invernal que parecía fuera de lugar en medio del calor. Pero su rostro... su rostro estaba deformado de una manera antinatural, grotesca, y sobre su cabeza llevaba un sombrero negro, descolorido y desgastado. Al pasar junto a las niñas, giró su cabeza hacia mí, y nuestras miradas se cruzaron.

Jamás había sentido un miedo tan profundo, un terror que me dejó congelado en mi sitio. Mi cuerpo no respondió, solo temblaba, y el pánico fue tal que sentí un calor en mis piernas... me había orinado encima. Aquella fue la primera vez que lo vi, pero no sería la última.

Desde esa tarde, el hombre del sombrero negro comenzó a visitarme en la oscuridad de mi habitación, noche tras noche.

Una de esas noches, me desperté de golpe. Un calor sofocante había reemplazado el frío de antes, pero lo más extraño era la ventana de mi cuarto. Se abría y cerraba lentamente, como si alguien la empujara desde afuera, sin llegar a romper el silencio que envolvía todo. En esa época, dormía siempre acompañado de Wilson, mi gato. Sentí algo moviéndose en el suelo de mi habitación y pensé que era él, explorando como siempre lo hacía. Sin embargo, el sonido era distinto. No eran sus pasos ligeros, sino un ruido áspero, un chillido que no podía ubicar, como el de una rata atrapada.

Llamé a Wilson en un susurro, pero no hubo respuesta. Me incorporé en la cama y, entonces, lo vi. Al borde de la cama, una sombra comenzó a materializarse. Lentamente, la figura familiar del hombre del sombrero negro emergió de la oscuridad, como si hubiera estado ahí todo el tiempo, esperando.

Tomé mi linterna con manos temblorosas, dirigiendo el haz de luz hacia él. La luz reveló su rostro, aún más destrozado de lo que recordaba. Carne desfigurada, ojos vacíos, y en su mano sostenía unas tijeras oxidadas, largas y afiladas. Pero lo peor no fue eso. En su boca, colgando de sus labios agrietados, había una rata viva que se retorcía, tratando de escapar. Lo vi devorarla, mordiendo su cuerpo con una crueldad que jamás podré olvidar. La sangre salpicó el suelo mientras sus dientes se cerraban en torno al pequeño cuerpo, dejando caer lo que quedaba de la rata en un charco de vísceras.

Mis padres llegaron poco después, alertados por los ruidos. Pero cuando encendieron las luces, el hombre había desaparecido. Solo quedaba el cadáver de la rata, y ellos, sin dudarlo, culparon a Wilson. Aseguraron que él la había cazado. Esa noche, me dejaron con la sensación de que algo mucho peor estaba por venir.

Una semana después, encontré a Wilson muerto en el baño. Dijeron que su corazón se había detenido, que quizás había sido un infarto. Pero yo sabía la verdad. Sentía que el hombre del sombrero negro estaba detrás de su muerte. Algo en mí me decía que él había estado allí, observando, y que lo peor aún no había pasado.

Escribí todo en mi diario, cada detalle. Pero cada vez que releía mis palabras, sentía que algo más me observaba, desde las sombras, esperando el momento justo para volver a aparecer.

Y sé que volverá.

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