La última partida

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El alcohol siempre ha sido mi peor enemigo. No he podido dejarlo, y hoy, mientras me dirijo al velorio de un amigo, siento que la sombra de mi propio destino me sigue de cerca. Él falleció esta mañana, víctima del alcoholismo, y mientras camino hacia el lugar, no puedo evitar preguntarme si algún día yo terminaré igual.

El velorio está abarrotado de gente, tanto dentro de la casa como en la calle. El ambiente es pesado, cargado de tristeza y remordimiento. Me abro paso entre la multitud y me encuentro con aquellos a quienes llamo "amigos", pero que en realidad son solo malas compañías, otros que, como yo, se han hundido en la botella sin posibilidad de salir.

Ya son las 12:30 a.m. El ambiente sigue siendo lúgubre, pero a mi esposa no le importa a qué hora llegue. No quiere verme porque estoy bebiendo otra vez. Mientras el velorio continúa, mis amigos y yo decidimos alejarnos un poco del bullicio para jugar a las cartas. Uno de ellos, Julio, ha traído una baraja. Nos sentamos bajo un árbol, a unos ocho metros de la casa, intentando disipar el pesar que cuelga en el aire. Jugamos varias rondas, pero no gano ninguna. Afortunadamente no estamos apostando dinero, aunque, para ser sincero, no tengo nada que perder. Sin trabajo y sin esperanza, ya lo he perdido todo.

Son las 2:00 a.m. El velorio está por terminar, pero decidimos jugar una última partida antes de irnos. Esta vez apostamos. No llevaba nada conmigo, pero uno de mis "amigos" me presta para que pueda entrar en el juego. Julio toma las cartas y comienza a barajarlas. Lo hace con calma, con una precisión inquietante, como si quisiera prolongar el momento. La espera se vuelve casi insoportable. Finalmente, empieza a repartir, de tres en tres, asegurando que así es como se hace bien.

Nos sentamos alrededor de una pequeña mesa improvisada, bajo la luz tenue de una farola distante. Julio reparte las cartas en círculo, y yo soy el último en recibirlas. Pero justo cuando parece que todo está en orden, una voz fría y oscura rompe el silencio.

"Falto yo."

El aire se detuvo. Nos volvimos hacia el origen de aquella voz, y lo vimos. Ahí, bajo las sombras del árbol, se materializó una figura aterradora. Un espectro con ojos rojos como brasas ardientes y un rostro deformado, casi inhumano. Su presencia llenaba el espacio con un terror indescriptible, algo que me caló hasta los huesos. Mi cuerpo quedó paralizado, atrapado en un pánico que no me permitía siquiera respirar. El ser, con cuernos que parecían surgir de la misma oscuridad, era lo que mi mente solo podía identificar como el mismísimo demonio.

La temperatura pareció caer varios grados en un instante. La piel se me erizó, y un escalofrío recorrió mi espalda. Uno de mis amigos gritó de horror y salió corriendo, y en un instante todos lo seguimos. Corrimos como si nuestra vida dependiera de ello, pero cuando miré hacia atrás, el espectro seguía allí, sentado, observándonos con esos ojos infernales.

Lo más perturbador era que nadie en el velorio parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Nadie giraba la cabeza hacia nosotros, ni siquiera al escuchar nuestros gritos. Era como si estuvieran bajo algún hechizo, ajenos a la presencia de esa entidad.

Seguí corriendo, pero cuando miré hacia el árbol, el espectro ya no estaba. Sin embargo, al girar nuevamente la vista, lo vi más cerca, en otro árbol, acechándonos desde la esquina. Mis amigos y yo nos dispersamos en el caos, cada uno corriendo hacia sus propias casas. Cuando finalmente llegué a la mía, golpeé la puerta con desesperación. Sabía que mi familia dormía en el fondo de la casa, y me costaba creer que pudieran escucharme. Y aun si lo hacían, ¿me abrirían? Sabía que no querían saber nada de mí, un alcohólico sin redención.

El espectro seguía ahí. Lo vi, inmóvil, en la esquina, mirándome fijamente desde otro árbol. Mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que iba a explotar. Al fin, mi cuñada abrió la puerta y me apresuré a entrar. Sentí un leve alivio al cruzar el umbral, pero el miedo seguía apretando mi pecho. Fui directo a mi habitación, pero estaba cerrada con llave, como siempre. Mi esposa no quería tenerme cerca, y no la culpo.

Desesperado, me quedé en el patio, bajo un árbol de mango que se balanceaba con el viento. Mi cuñada me dio una lámpara para iluminar el rincón donde podría dormir, pero el frío no se iba. Me tumbé en el suelo, intentando calmarme, pero la ansiedad me carcomía. Cerré los ojos, rogando por olvidar lo que acababa de suceder.

Entonces, lo sentí.

Un viento helado recorrió el patio, y mi cuerpo entero se estremeció. Abrí los ojos y ahí, en la penumbra, junto al árbol de mango, vi esos ojos rojos nuevamente, observándome desde la oscuridad. Eran los mismos ojos que habían estado acechándome toda la noche, los mismos que no me dejarían en paz.

Cuentos Tenebrosos Para niños CaprichososDonde viven las historias. Descúbrelo ahora