Viernes

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Yo y mi gran bocaza.

Al final, mi búsqueda resultó un tanto más infructuosa de lo que supuse: Si bien decía la verdad cuando mencioné que los conocía, no era tan cierto que poseyera medios para saber dónde se encontraban tales personas. De hecho, resultó evidente que con mis paseos casi constantes al antiguo antiguo Espinho do lago durante los dos últimos años, mis informaciones se habían ido desfasando cosa mala.

Aunque, al final, traté de verlo desde un prisma positivo. Aún sin conocerla, tenía por seguro que la jefa de Sofiriena era alguien lo bastante seria como para saber si a quien buscaba estaba o no en el pueblo. Y si resultaba ser tan petate como la amable Sofiriena, al menos les ahorraría un par de días de trabajo.

De los seis o siete despreciantes de la vida que tenía en mente al principio, sólo encontré dos porque los demás o se habían marchado del pueblo tiempo atrás o se habían "vuelto creyentes", como dice la canción. Lo que hace una buena novia en según qué casos...

El primero de ellos era el bibliotecario del instituto, al que más de una vez había encontrado observar con la mirada perdida cómo las bandadas de pájaros abandonaban el pueblo hacia un clima mejor en el sur. Intuí su ira hacia la vida y la humanidad por su comportamiento habitualmente arbitrario y cascarrabias. Las razones, ni las conocía ni me importaban en este caso. Tampoco me atrevía a dirigirle la palabra cuando le entraba la neura.

La segunda persona se trataba de un compañero de clase. O, al menos, lo fue un par de años antes de empezar a fracasar en los estudios por diferentes razones que no vienen al caso o que, de nuevo, no conocía lo suficiente como para entrar a juzgarlo. Sabía de su afición por las aves por la disciplina con la que aprendía cosas acerca de ellas. Tanta pasión mostraba que costaba entender cómo era tan bueno al conocer con tanto detalle hasta la última fecha de las migraciones pero no ser capaz de aprenderse la fórmula de las ecuaciones de segundo grado. Aparte, como el bibliotecario, se quedaba prendado mientras veía las urracas volar, a las palomas gurgutar y a las gallinas (¡Sí! ¡Incluso a las gallinas!) cacarear.

Con el bibliotecario, no tenía mucho problema para tenerlo localizado: me bastaría indicar su horario a los compañeros de Sofiriena y, gracias a su invisibilidad, podrían deducir todo lo que necesitaran.

En cuanto a mi compañero, al ser Espinho do lago era un pueblo relativamente pequeño, no me costó descubrir dónde vivía con un par de preguntas inocentes a sus compañeros de clase poniendo como excusa una pequeña deuda falsa que tenía conmigo.

Con estos datos en mente, me encaminé de vuelta al antiguo Espinho do lago, ya para informar a Sofiriena, ya para echarme una merecida siesta.

Caminé rápidamente. De hecho, caminé más rápido que nunca. Lo bastante veloz como para que, para variar, dejara de ser la típica fantasma que atravesaba las mismas calles día tras día, una y otra vez, en busca del camino que me llevaría a mi remanso de paz. Por primera vez en meses, noté la mirada de más de una persona posarse sobre mí, los ojos de personas que se interesaban por mí, por alguien que, para variar tenía prisa por llegar a alguna parte, un lugar que a ellos seguía sin interesarles pero que, por primera vez en mucho tiempo, les causó curiosidad.

¿Tanto se me notaba que ahora tenía un lugar al que ir?

No.

¿Tanto se me notaba que ahora tenía un lugar al que regresar?

A ratos pensé que estaba soñando, que esas miradas eran parte de alguna de mis más que habituales pesadillas de fuera de Espinho do lago. Pero no, era la realidad: mi deseo era volver junto a esa extraña gente, no simplemente dormir en alguna esquina abandonada. O en esa buena cama que me habían procurado.

Las sombras del lagoWhere stories live. Discover now