Prólogo

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Venezuela ya no es para soñar. Han pasado veinte años desde que conozco este lugar que tanto desearía dejar atrás. Despierto cada día intentando llenarme de expectativas, solo para terminar con un sentir más amargo que la última vez; soy de ese tipo numeroso de personas que, más que verlas como esperanzas, debe asumirlas como única —por no decir última— alternativa.

En este país, un porvenir fatal e incierto acecha el día a día de cualquiera. No es secreto para nadie, indiscriminadamente de su situación particular que, como dicen; la vaina está jodi'a.

Mi diario peregrinaje matutino —el escueto trayecto que inicia en mi hogar y culmina en mi alma mater— sugiere por completo una investigación de campo que me muestra fría y despiadadamente cómo un pueblo es azotado por tormentos asociados a su propia cotidianeidad.

Aquellos escenarios conformaban una galería mental con que sentirme identificado durante ocasiones en que los caminos de desconocidos se cruzan para disertar, al comentarse las rutinarias, azarosas y desventuradas vivencias.

Me levanto junto con las primeras luces del día y observo, en cada etapa del solitario camino a la casa de estudios, aquella situación de zozobra, de carestía, que se refleja no solo en los ojos de cada persona abarrotada en improvisadas filas que prometen la obtención de un par de productos alimenticios, o el semblante de los humildes compatriotas cuyas almas ya no conocen otra cosa que morar sin rumbo, totalmente a la deriva.

No, la desdicha no solo se percibe en la lucha del pobre, sino también en la decadencia de los derechos y servicios más sagrados y básicos. Es difícil contenerse al sentir esa vejatoria y humillante frustración que fácilmente puede experimentarse, por ejemplo, después de un ''No hay'' o un ''No funciona'' en cualquier establecimiento que otrora pudo ser la solución del día.

Pero aquellos no son más que los efectos superficiales de un mal mucho más radical. Nuestro terruño fue en antaño un deleitable paraje lleno de promesas; hoy en día, bajo las nefastas sombras de la infame viveza criolla, ha sido arrastrado a una siniestra era.
Y efectivamente; ante estas deplorables condiciones que acortan la vida de sus habitantes, definitivamente existen posturas de fiel beneplácito, inclinadas convenientemente al aprovechamiento de tan inhumana sentencia.

Sin embargo, y antes de posibilitar la tergiversación de la idea; debo expresar que nuestra salvación no se halla simplemente en el estado ni en sus detractores; sino en la cooperación y reciprocidad de una población apasionada por la búsqueda de la verdad.
En medida proporcional a su ejercicio, la verdad, en el sentido más esencial, racional y objetivo, nos librará sistemáticamente del hombre corrupto y atraerá al más noble y competente.

Pareciera que dicha luz se nos ocultara, y no puede ser más cierto, si se asume que únicamente aguarda tras alguna de las alternativas presentadas por nuestros líderes. De esta manera, y como si no existiese un mañana, solemos escarbar bajo una cantera de incertidumbres para desenterrar soluciones en base a limitantes opciones caprichosamente elegidas, cuando una determinación más acertada posiblemente reside dentro de cada uno de nosotros, aguardando por nuestro buen juicio.

Podrá resultar gracioso que yo, un venezolano, maracucho; alguien a quien normalmente se le atribuye poca seriedad al momento de tratar asuntos de esa índole, lo piense de tal manera. Pero seguirá siendo una verdad, sin importar quién la diga.

Por lo general, las minorías no necesariamente son contempladas en el conjunto social total, pero ello no anula ni minimiza su crucial existencia; así pues, una colectividad en que sus integrantes se muestren ajenos al propio bien común, ignorando la verdadera importancia y responsabilidad que implican sus actos individuales, estará destinada al descuido, la dejadez, la falta de disciplina, de respeto y de sentido patrimonial.

Es esta ausencia de valores pragmáticos, lo que nos ata al egoísmo excesivo y, consecuentemente, a la ruina. En resumen: ''Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción''.

Es plausible comprender que el progreso de una nación no brota solo con las decisiones de un grupo reducido de gobernantes, sino también del emprendimiento y determinación de una población dada a asumir desafíos, demostrando sus mejores capacidades en aras de un desarrollo retroalimentado.

Pero hasta que nuestra sociedad vuelva a hacer suyo aquel principio básico de perspectiva y solidaridad colectiva, ¿Cuántas historias tristes conocerá, silencioso, el asfalto sobre el que deambulan tantos vestigios de la humanidad? ¿Cuántos inocentes habrán de entregar sus vidas a manos del hambre, la enfermedad o el hampa? ¿Cuántos otros, seducidos por la ira y la necesidad, se adentrarán en oscuras sendas de algún quehacer prohibido?

Este círculo vicioso le ha otorgado la batuta a una imperante corrupción terriblemente nociva cuya supresión, sin lugar a dudas, se desarrollaría tan cuesta arriba que parecerá virtualmente imposible de conseguir.

No obstante, sigue siendo de nuevo la verdad, en su más humilde e inofensiva apariencia, la solución definitiva. Así, aunque nuestra luz haya permanecido opacada y contaminada por tanto tiempo, es precisa una época de profunda reflexión que conduzca a la oportunidad de rectificar, resurgir y prosperar.

Es momento de despertar de este letargo.

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