Gaita pa' Valentina

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—¿Cómo está, mi amorcito? —preguntó coqueta la dueña de mi corazón con su más mansa voz, otra mañana de esa misma semana.

—Bueno, al menos ya pasó —respondí con un poco de indiferencia, tratando de verme fuerte para alivianar la desazón que le preocupaba; ya habíamos pasado por bastante el día anterior—, me siento lo suficientemente bien como para seguir viniendo —decía—, aunque me han estado partiendo a punta de exámenes y esas bromas—, acoté con ironía, esta vez mirando su refinado perfil superior desde que cambiamos lugares; ella ahora descansaba echada sobre mis piernas, hacia mi izquierda, reposando juntos de nuevo en nuestra banca de la facultad, mientras yo acariciaba sus suaves mejillas, su delicada barbilla y, de vez en cuando, sus sedosos y elegantes cabellos, cuando mis dedos tenían la fortuna de tropezar a su paso con alguno de ellos.
Aunque la insufrible eventualidad de aquel espantoso día se había hecho de un lugar en mis recuerdos para quedarse por siempre en estos como una estaca putrefacta y estorbosa, entendí que no era, en lo absoluto, el momento para recordarlo: fue ese mismo vacío en que me convertí, y el pánico que me hizo sentir, lo que me incentivó a vivir este momento como si se tratase del último en el cual vería a mi adorada Valentina.

—Sí, mi amor, yo sé que ya está estable, pero yo más bien le pregunto por cómo se siente —inquirió, aclarando que hacía mención de algo más que mi bienestar físico que, por cierto, extrañamente se encontraba intacto, aún después de aquella apoplejía que, según los doctores, me había fulminado por completo hace algunos días.

—Ah, Valentina —me llené con una bocanada de aire y exhalé con lentitud—. Todavía no me imagino ni un poquito qué se supone que es nada de… esto; no entiendo nada. Lo único que sé es que, al final, fuiste lo primero que pensé.

—¿Se acuerda cuando nos conocimos? —dijo, después de un pequeño silencio de aire melancólico.

—La pena que pasé cuando se me derramó ese vaso encima tuyo, ni que me muera se me olvida —recapitulé, con un poco de humor.

—Bueno, eso como que fue lo único que pudo convencerlo a usted de que me hablara, toche —comentaba ella entre risas.

—Si… al principio fue muy incómodo —respondí— ¿Te acordáis de aquel concierto en la vereda? Yo sé que el reggae no es lo tuyo, pero…

—Pero lo que si me gusta es verlo contento, mi cielo —me interrumpió, afirmando que si recordaba aquello—, y tampoco es que lo odie; solamente no lo escucho tanto como usted.

—¿Sabéis, nena? Te escribí una gaitica.

—¿Sí? —sus ojos demostraron cierta impaciencia— ¡Cánteme, cánteme!

Era imposible decir que no a tal propuesta; cualquier hombre en la tierra habría sido incapaz de negarse: debía yo entonces, aunque mi intención fuera únicamente comentarle aquello, trovar en ese preciso instante, así que la arrullé, entonando con timidez, pues no dejaba de ser una obra inconclusa:

<<Si es que mi luz se me apaga,
Y mi tiempo se me acaba,
Nunca perdáis vos tu flama;
Yo quiero verte feliz.

Si es que la voz mía me falla,
O si diosito a mí me llama,
Pero lográis sonreír;
Sabréis que yo estoy allí>>

Ella me sonrió. Los versos que en ella misma había inspirado terminaron por agradarle, y sus ojos brillantes y lagrimosos me lo confirmaban. Entonces miró hacia arriba desde donde recostaba su cabeza, directamente a mis ojos, que se vieron atravesados por una contemplación sublime, fulgente y noble de supremacía nostálgica, ultimada por un miedo a no volvernos a ver, que había comenzado a desarrollar desde hace poco, y de cuya auténtica experiencia apenas se libró milagrosamente.

Cerró sus ojos, al tiempo que se abalanzaba hacia mi rostro, hasta estar tan cerca de mi cara, que rozó sus enrojecidos pómulos con los míos. Estaban cálidos, pero era una calidez lastimosa, como si de su interior brotaran todos esos sentimientos de inseguridad que sustentaban esa tenue temperatura, resultando en una fragilidad física que evidenciaba el daño que le causaban su desvelo y nerviosismo. Se sostuvo sobre mis hombros con sus brazos, anunciando con voz débil, pero perfectamente inteligible:

—Yo lo amo, mi Franco. Hoy está conmigo, y sea lo que haya sido, solamente se me olvida cuando estamos así; juntos. Así que, por favor, abráceme un ratico más.
Y se arrimó hacia mí lo más que pudo luego de abandonar su posición horizontal y tomar asiento a mi lado, envolviéndome en sus brazos mientras yo inclinaba mi sien sobre su hombro derecho, acomodando nuestras figuras como piezas de un rompecabezas unidas frente al paisaje universitario, suspirando delicada y apasionadamente en un lenguaje mutuo de susurros armoniosos.

Cerré mis ojos y respiré lento y profundo, asechado por esa sensación de desconfianza y predisposición por perderlo todo, que se asentó en mi desde aquella singularidad vivida.

Pero esta vez lo hice con calma, concentrado más bien en disfrutar como nunca antes los minutos que permanecimos acurrucados, en aras de tantear con total escrutinio este buen recuerdo del que no me despojaría ni el más retorcido escenario de un crudo porvenir que en ese momento, por alguna razón, ya intuía y al mismo trataba de afrontar con resiliencia.

Acariciaba sus hebras castaño hasta cansar mis manos, que finalmente reposaron sobre las suyas, y en un momento de completa y conforme contemplación, me despedí de ella con un último suspiro de tinte triste, seguido por una solitaria lágrima que desde mi ojo izquierdo recorría pausada y libremente la curvatura de mi rostro.

Repentinamente dejé de sentir el cosquilleo en la cara que mi llanto provocaba a su paso; en ese momento no tuve duda de lo que sucedía, y sin dejar de repetir aquella melodía inolvidable en mi cabeza volví a adentrarme en las tinieblas transitorias que una vez más me conducirían al extraño mundo donde sabía que despertaría a continuación.

Todo enfoque inició tan impreciso y confuso como siempre, al igual que el resto de mis facultades. Apenas lograba mantener el equilibrio en mi lugar, pero de inmediato me percaté de que ya no me hallaba sobre la camilla en la que esperaba encontrarme, sino en alguna clase de transporte, por el hecho de estar sentado y advertir en mi cuerpo una suerte de fuerza centrífuga y la vibración que provocaba un motor cuyo rugir se amplificaba paulatinamente en mi audición.

Muy despacio, mi visión también comenzaba a estabilizarse, permitiéndome así distinguir algunos bultos que supuse eran personas a mi alrededor, la vez que atenuada pero instintivamente comenzaba a jadear y balbucear en un patético intento por articular con mi voz, tratando al mismo tiempo de dar movilidad a mi cabeza para explorar el entorno pobremente iluminado. De inmediato, casi todas las figuras cuya presencia percibí dirigieron su atención hacia mí, algunas hacían señales aparentemente con sus manos (todavía no lograba distinguir a ciencia cierta lo que observaba), y otras me ayudaban a sostenerme, tratando de apaciguarme.

Aún sin poder hacer uso pleno de mi organismo ni entender la situación del todo, logré escuchar con mayor claridad por encima del ruido del automóvil y de otros sonidos aleatorios propios de lo que parecían ser una suerte de radiocomunicaciones, el incesante parloteo de una voz femenina, ante lo cual reaccioné absolutamente desenfrenado.

—Valentina… ¡Valentina! —musité al instante, repitiendo su nombre insistentemente y con descontrolado arrebato, inmerso en un sollozo de sobresalto, mientras la mujer que realmente me escuchaba, palmeaba mi rostro en un intento por estimular mi raciocinio,

—Franco, ¡Franco! ¡Ya calmate, papa! Estáis con nosotros —decía con firmeza, haciéndome entender, por su manera de hablar y timbre de voz que de inmediato desconocí, que no se trataba de ninguna persona allegada a mí.

Tan pronto como mis extremidades comenzaron a reaccionar y aunque mis sentidos continuaban adormecidos, forcejeé, incrédulo, intentando zafarme de aquellas manos que me asían y del cinturón de seguridad, abalanzándome hacia mi derecha, libre de obstáculos, en busca del manubrio de la puerta por la que pretendía arrojarme hacia la vía. De inmediato, la incógnita dama me detuvo con fuerza por los hombros, dándome una sacudida.

—¡Pero bueno, chico! ¿¡Qué te pasa!? —vociferó, enojada.

—Epa, ¡Hey! tampoco así —intercedió verbalmente otra persona detrás de nosotros dos, quien la apartó con autoridad de mí, haciéndonos volver a nuestros asientos—, ¿No estáis viendo que todavía anda anestesiado?

Ella guardó silencio y asintió con la cabeza. Poco después, él retomó la calma y volvió a su lugar, en alguna parte detrás de nosotros.

—Disculpa, Franco, es que en verdad estábamos preocupados por vos —continuó con tono dócil, aquel caballero de voz noble que previamente había apelado por la diplomacia—, ¿Estáis bien? —dijo, posando una de sus manos sobre mi hombro, y aunque de cierta manera comenzaba a convencerme de que su calidez era auténtica, no podía sentirme más fuera de contexto.

Mi temporal aturdimiento, que ya me estaba resultando hastioso y frustrante, comenzaba por fin a disiparse, así pude observar un poco mejor mis manos al darles movilidad para comprobar que eran mías, al tiempo que mi vista terminaba de recuperarse para enfocar correctamente. Aclaré mi garganta luego de un suspiro de perplejidad y me atreví a levantar de nuevo la mirada para preguntar, tratando de no perder la compostura.

—¿Ustedes quiénes son? —inquirí seria y articuladamente, observando con desazón a la mujer a mi izquierda, en cuyo regazo pronto noté que me acomodaba yo, tal como lo hacía minutos antes con Valentina.

—Somos nosotros, Franco, tranquilízate… te diste duro en el casco ¿No? —respondió con jocosidad la mujer que pronto aprendí a identificar mejor por el ardiente color miel de sus iris y su intimidante belleza, cuando yo procuraba alejarme un poco de ella, incomodado por su injustificada confianza.

—¿Cómo saben quién soy yo? ¿Qué quieren? —Continué con recelo— ¿Qué es… esto? —añadí, en referencia a mi irresoluta controversia existencial. Ella, sin saber qué decirme, volvió su cabeza hacia el hombre que escuché anteriormente, contemplándolo con vacilación.

—De aquí a un rato se te pasa el efecto de la ketamina, estate tranquilo —afirmó el hombre de aura noble, tomando la palabra tras una pausa, dirigiéndose a mí con serenidad—, mientras tanto, procura no asomar mucho la cabeza.

—¿Cuál ketamina? ¿Cómo que no asomar…? —empezaba a expresarme con más vigor, pero me detuve rápidamente, anonadado, tras aguzar poco a poco los sentidos y percatarme de mi entorno, observando y descubriendo cada vez más elementos que me aterrorizaban.

Nos hallábamos en movimiento dentro de una camioneta de cabina cerrada, en cuya primera fila de asientos me encontraba junto a la única mujer entre el resto de tripulantes, incluyéndome, de los cuales el tercero era su compañero, que hablaba desde su puesto en la parte trasera, repleta de armas de fuego, siendo el chofer y el copiloto los últimos que distinguí, quienes únicamente rompían su silencio para interactuar con brevedad ocasional entre ellos y la consola de radiocomunicaciones que tenían al frente, la cual con claridad los mantenía ocupados. Todos uniformados con trajes de asalto de un oscuro verde oliva; eran nada menos que funcionarios de la Guardia Nacional.

Mi consecuente reacción atónita exteriorizaba el temor y desconcierto que en mi interior, aun cuando lo creía imposible, se desbordaba cada vez más.

—¿Qué quieren ustedes? ¿Qué me hicieron? —inquirí con voz inconsistente y los ojos humedecidos, deseando enérgicamente que esta ensortijada pesadilla acabara de una vez por todas. Como sabrás, a los civiles como yo por lo general no nos emociona la idea de acercarnos a algún miembro de la institución castrense.

—Ay vaina, yo no sabía que eras tan marico, chico —respondió la caucásica, otra vez entre burlas que preferí pasar por alto—, no te vamos a hacer nada, bobo, somos los mismos.

—¿Cómo así? ¿Quiénes son ustedes, pues?

—¡Papá, agáchate y deja de preguntar! —interrumpió el copiloto, imperante y alarmado, tras un mensaje de alerta que se dejó escuchar en la radio, seguido por una ráfaga de disparos en la lejanía que me hicieron entender que se trataba de una situación de extremo peligro, que el momento de charlar había terminado y que, además, había desperdiciado mis palabras durante todo ese tiempo, al estar completamente desprovisto de mi propia potestad cognoscitiva como para utilizarla de forma estratégica.

La militar me sujetó con cordialidad desde la nuca y me empujó vigorosamente hacia mis rodillas, pidiéndome permanecer cubierto, asomando parcialmente su cuerpo por la ventana que pronto abrió de su lado mientras los demás (a excepción, obviamente, del piloto) se preparaban para abrir fuego de la misma manera. Al mismo tiempo, varios de los vidrios ahumados comenzaban a bajar, repercutiendo así en la acústica e iluminación dentro de la cabina, que ahora daba a entender mucho mejor el entorno por el cual transitábamos y la libraba un poco de la penumbra que gobernaba en un principio. Una vez agachado, pude escuchar un par de armas cargarse; aquel tronador crujido me helaba la sangre.

Desde la posición que adopté, mi perspectiva se encontraba bastante limitada, sin embargo, pude deducir que estábamos en medio de una enardecida persecución a través de un desierto infinito y desolado, y que además no éramos los únicos con intenciones de huir; ante el panorama que apenas podía estudiar desde el parabrisas frontal, observé un par de vehículos similares a este, colmados también de cuerpos militares que se asomaban por sus ventanas entreabiertas, cuyos recorridos ondulantes empezaban a coordinarse sobre la marcha, perdiéndose desde mi cono de visión disponible hacia las cercanías a cada lado nuestro, logrando así una formación que nos favorecía por ambos flancos.

El trayecto se hizo inmediatamente de un aire violento y muy pesado, ambientado en una constante balacera recíproca, complementada por el continuo rebote sobre el terreno baldío en el cual nos desplazábamos, que ni los amortiguadores de la camioneta lograban aplacar por completo.

Totalmente agitado y con la piel erizada, me hallaba congelado en medio de aquella locura que me era imposible descifrar, centrándome en mantener mi puesto durante las bruscas maniobras que el conductor realizaba al conducir para dificultar el éxito de los atacantes.

—Aquí Rojas, a diez minutos del punto base, cambio —anunció con imperturbabilidad táctica el mismo que previamente me ordenó silencio, cuyo apellido entonces descubrí.

—Copiado, sargento —se escuchó desde la emisora—, preparando para el trasborde. Deme reporte de situación, cambio.

Nuestro copiloto se alistaba para exponer entonces el escenario, pero en el instante en que el castrense pulsó el botón del portavoz para iniciar la comunicación, un estallido ensordecedor se escuchó desde afuera: uno de los furgones que nos escoltaba había sido abatido.

Aunque por el momento me encontraba encorvado y sin la posibilidad de avistar el siniestro, la proveniencia del sonido evidenció que se trataba del vehículo a nuestra izquierda. El estremecimiento exigió un corto cese al fuego, que hasta ese momento no callaba. Aquel coche derrapó de improviso, pues su chofer fue alcanzado por un impacto letal, deslizándose descontroladamente con un espantoso chirrido que a todos en las cercanías hizo perder la concentración, hasta dar con algún bache a mitad del camino, saltando así por los aires junto con sus tripulantes de forma brutal, no sin antes caer varias veces sobre sus costados a través de la planicie durante el par de vuelcos sufridos dada la excesiva velocidad de la marcha.

La bestial escena me dejó petrificado y no pude evitar sentir gran compasión y pena, aun tratándose de funcionarios militares; sin embargo, para los demás no hubo tiempo de verse afectados moralmente, pues el humeante carruaje devastado se nos venía encima. El GNB al volante, en una heroica maniobra evasiva, logró evitar una catástrofe al apartarse del peligro, cruzando súbitamente y con presteza hacia su derecha.

No obstante, tal hazaña no ocurrió airosa sin un detrimento sorpresivo; algunos de los numerosos escombros que salieron despedidos por el accidente alcanzaron la porción de nuestra cabina que ahora se encontraba totalmente expuesta, desde la cual se hallaba por completo vulnerable la chica que estaba a mi lado, quien antes de poder ingresar de nuevo a la seguridad del coche fue herida por un vestigio metálico de considerable tamaño, desgarrando severamente su mano derecha, siendo inevitablemente despojada de su rifle y casco que cayeron así a la intemperie, descubriendo con el potente impacto su melena escarlata.

—¡Maldita sea! —clamó iracunda, berreando tras recuperarse rápidamente de la conmoción, haciendo aún más palpable el evidente dolor que sentía, a la vez que terminaba de acomodarse en el interior y se apresuraba en hacer presión desde su muñeca tremulante y lastimada, ignorando el sangrado en su frente que teñía su propio uniforme al igual que las secciones claras del asiento, de un carmesí que emanaba de su extremidad, tan intenso como el de sus cabellos.

Privada de alguna reacción adicional y ensimismada en su crítica lesión, pude ver cómo lentamente se alejaba ella de mi junto con toda mi perspectiva dentro del vehículo, a efecto del tirón producto de la fuerza centrífuga de la cual no pude escapar, una vez que el conductor volvió a girar bruscamente hacia el lado opuesto para retomar su dirección inicial, empujándome de bruces hacia la el parabrisas derecho como si mi cuerpo se tratase de la punta de un látigo.

Mi testa se encontró de pronto contra el cristal templado de aquella ventana que continuaba cerrada y mi ropaje, que se había enganchado desde mis caderas al manubrio tras el porrazo, abrió la puerta luego de descender por gravedad junto con mi cuerpo tras el impacto. Por supuesto, no pude evitar reclinarme hacia afuera, quedando a la vista desde poco más debajo de la cintura para arriba, enteramente paralelo al suelo y aún atontado por el golpe.

Aquel inconsistente nudo que para mí desgracia y fortuna se había formado en la abrazadera con mi vestimenta fue lo único que apenas me retuvo antes de terminar de caer durante el par de segundos que transcurrieron hasta que pude incorporarme, aferrándome intensamente con mi mano derecha a la asadera de la misma puerta, mientras hipaba despavorido e histéricamente intentaba extender mi otra mano en busca de auxilio, paralizado por el pánico.

La valiente mujer, demostrando su fiereza tras haber improvisado apresuradamente un torniquete con rasgaduras de su manga para aminorar el sangrado, me tendió con gallardía su mano sana para rescatarme. En ese momento, en el que mi temeraria curiosidad me obligó a volver la mirada hacia nuestra retaguardia, pude ver por fin vislumbrar por pocos instantes a quienes nos asechaban; mis pupilas se dilataron al tiempo que mi ritmo cardíaco se intensificaba, retumbando profundamente por todo mi cuerpo con cada latido, al punto de resultar punzante en mi pecho.

Varios metros a la deriva, alrededor de dos camionetas y tres vehículos todoterreno, repletos todos de maleantes con la misión de exterminarnos, encabezaban la carrera por delante de una marejada de motorizados cuya cantidad no tuve tiempo de contar, aglomerados en belicosas falanges que, sin embargo, y con vengativo brío, enfrentó nuestro defensor ubicado en la parte trasera, como también aquellos que nos acompañaban poco más adelante, quienes nos secundaban desde el otro coche, derribando así a unos cuantos pendencieros y levantando a su paso un polvorín que reducía la nitidez con que mutuamente nos apreciábamos sendos bandos a la distancia.

Inmediatamente con haberme asomado, una ráfaga de disparos se acercaba a mí poco a poco y en línea recta, forzándome a actuar precipitadamente mientras cada proyectil levantaba, al fallar, una fina columna de polvo que invadía mis cuencas oculares a medida que el agresor afinaba su puntería.

Las balas comenzaban a atinar ya en la parte inferior de la puerta; lo indicaba el estruendo metálico que eventualmente reemplazó el ruido pedregoso de los impactos de bala sobre la arena, acercándose cada vez más a mi cuerpo en cada intentona. Empecé entonces a temer por mi vida con resignación durante aquellos, los instantes más largos y extremos de mi vida. Con desespero, la muchacha logró alcanzar mi mano para asirme a ella, quien no paraba de gruñir y gritar de dolor durante su esfuerzo por recogerme, cuando yo batallaba con el manubrio del que no lograba desengancharme, por lo que decidí usar mi derecha para liberar o arrancar mi ropa, hasta que el copiloto, que no podía más que observar el hecho desde su puesto, confirmó que en su posición era seguro cerrar la puerta desde afuera, impulsándonos fuertemente con la culata de su fusil hasta lograr guardarnos a salvo para seguir combatiendo.

Palmeé mi rostro con desesperación, sacudiendo la arena de mis ojos inflamados, y cuando por fin recobré mi visión a medias, ella y yo nos miramos perplejos y enmudecidos durante un lapso indeterminado. Me recosté en el asiento y al instante, tras examinarme de reojo, no pudo ocultar su expresión que se tornó pávida y totalmente alarmante, sin decir vocablo alguno.

—Hace frío —rompí el silencio con voz temblorosa, tiritando de debilidad, intentando dar con un punto inexacto de mi hombro en el que iniciaba un escozor más penetrante que el de mis ojos.

—No, no, ¡No! —repetía la pelirroja a ritmo rápido, lamentoso y apianado, turbada y con clara irritación, en el momento en vio mi mano humedecerse tras palpar aquella zona donde sentía urticaria y que ahora empezaba a entumecerse. Revisé mis dedos para rectificar que se encontraban ensangrentados, y comencé a resoplar de manera suave y lenta.

—No me quiero morir —sollozaba quietamente horrorizado, mientras que ella sostenía mi rostro, agitándome con sutileza.

—No, Franco, no te vais a morir —me alentaba—, ya llegamos, ya nos van a atender, aguanta un poquito nada más, te necesitamos aquí con nosotros —continuó, palabreando de forma apresurada en un intento por mantener la calma, haciendo un admirable esfuerzo por soportar y obviar sus propias dolencias.

—Aquí Rojas, ¡Necesito apoyo y primeros auxilios, cambio! —anunció el sargento una vez retomada la relativa estabilidad de la jornada.

—Copiado, sargento —sonó el intercomunicador—, va en camino un comando de apoyo. Motores encendidos, insumos preparados y personales a bordo; listos para proceder.

Curiosamente, la herida no dolía tanto como esperaba, al menos en un principio en el que, sea por la adrenalina que me sedó por un buen rato o por cualquier otra razón, más bien se trató de un prolongado escalofrío que se transformaba paulatinamente en un ardor cuya intensidad aumentaba a medida que nos acercábamos a lo que parecía ser la sede con la que el tal sargento Rojas establecía contacto.

A medida que en mi cabeza comenzaba a resonar un pitido suave que presagiaba mi desmayo, un puesto de comando de aduana milagrosamente empezaba a aparecer en el opaco y ventoso paisaje desértico. Se formaba en su contorno una torreta y algunos muros al acercarnos, con sus techos cerchados y complexión de concreto en formas geométricamente prismáticas y robustas, típica en este tipo de edificaciones que nunca dejan de hacer remembranza del puente sobre el lago, sus pilas y sus emplazamientos para la cobranza del peaje, definiéndose cada vez más en sus alrededores la silueta de los cuerpos de vigilancia que resguardaban el vasto lugar de acceso, inmerso en un aluvión enteramente alborotado de partículas. Al divisarnos, se hacían a un lado para nuestro libre tránsito, dispuestos a cubrir nuestras espaldas ante el apremiante encuentro con los asaltantes.

Pronto, una fila de tanquetas blindadas que desde el sitio aceleraban en sentido contrario se abrieron paso por entre nosotros para arremeter directamente contra los perseguidores cual pétrea caballería, librándonos considerablemente de aquella enorme presión al iniciarse la pugna definitiva.

Junto con el otro vehículo que prevaleció del mortal recorrido, finalmente conseguimos ingresar al hito fronterizo; solo entonces una suerte de quietud acogió mi espíritu. Para sorpresa mía, al atravesar los muros descubrí lo que provocaba aquella borrasca de polvo que se escapaba por entre todas las aberturas de la construcción: divisamos un par de helicópteros, ubicados a cada extremo del recinto abierto, cuyas hélices se encontraban ya en marcha.

Sin interrupciones ni vacilar, cada cochero estacionó respectivamente ante una de las aeronaves, el primero en ingresar; quien conducía frente a nosotros, se dirigió a la derecha, por lo que nuestro conductor optó por avanzar hacia el lado opuesto.

Ambas puertas del vehículo finalmente se abrieron de par en par, la de mi lado gracias al sargento Rojas después de abandonar su asiento, por otra parte, la chica de ojos claros era asistida por el automovilista desde su puesto al momento de desembarcar, mientras que el hombre de la cabina salía rápidamente por el acceso trasero para suplir tal socorro, permitiéndole al chofer adelantarse hacia el helicóptero.

—¡Baja la cabeza hasta que subáis! —dijo el sargento Rojas con toda la potencia de su voz, ayudándome a sostenerme para avanzar bajo el ensordecedor zumbido de la máquina que aguardaba por nosotros.
De la misma manera, la militar herida y su compañero nos siguieron, a la vez que alguien que esperaba en el asiento de mando, quien previamente había iniciado el motor, cedía su puesto, despidiéndose con un saludo militar de nuestro chofer, quien aparentemente también estaba capacitado para pilotar la nave.
Aunque hice uso de todas las energías que me quedaban para concentrarme en caminar, ya no podía continuar, y mi tensión se vio afectada por la pérdida de fluidos; así, mi último esfuerzo consistió en abalanzarme hacia el vehículo y luchar por no perder el conocimiento.

Ante mi incapacidad para moverme, pude sentir cómo mi cuerpo era acomodado por fuerzas ajenas, y una vez dispuesto boca arriba en una mejor posición, tan solo pude observar un par de rostros nuevos que se atravesaban en mi ángulo de enfoque, a la vez que el pitido que anteriormente advertí empezaba a escucharse con cada vez mayor volumen dentro de mi cabeza, aún por encima del sonido estridente de las aspas y el ruido explosivo de la guerra que ya había estallado en las afueras, antes de verme deslumbrado por un episodio de blanco que únicamente me sugería el inicio de mi inminente desfallecimiento.

Reinó el silencio y el vacío una vez más, y tras varios segundos, esta vez de total blancura, empezó a resonar en mi mente y sin cesar, la inolvidable melodía de aquella canción que había dedicado a Valentina.
Pensé entonces que esta horrenda pesadilla había concluido definitivamente y que por fin despertaría en los brazos de mi amada, y sin más esperanza que la ilusión de volverla a ver para cantarle al oído, descansé.

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