El muchacho albino

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-¿Sabéis, nena? -le decía yo a Valentina, mi novia-, yo había soñado con vos, incluso antes de vernos por primera vez.

-Casi tres años conociéndolo, y ahora es cuando vengo a saber, ¿Por qué no me había contado antes?

Estábamos ella y yo posados sobre alguna de las solitarias bancas distribuidas entre los espacios abiertos dentro de la Facultad de Arquitecura y Diseño, donde solíamos reunirnos para ser felices, al menos por tres decenas de minutos, durante los momentos libres en que coincidíamos entre una clase y la siguiente. Ella sentada, yo recostado en su regazo.

Una banca muy artesanal, por cierto, casi tan espaciosa como para recostarse sobre la misma cual cama matrimonial, adornada con pilares coloridos de concreto y placas del mismo material que sirvieron como techo durante un clima nublado y muy tranquilo, mismo que nos recibía modestamente en su austeridad, aquella mañana a mediados del semestre. Ahí estaba ella, cuya presencia eclipsaría incluso la estética del más hermoso paisaje merideño.

Disfrutaba yo de su angelical presencia, de sus pómulos sonrojados y de porcelana, de su aterciopelado cabello largo y sus suaves piernas soportando mi cabeza, desde donde tenía una privilegiada perspectiva no solo para continuar hipnotizado por sus sensuales atributos femeninos, sino también por su preciosa carita tersa y clara, y su voz dulce, inocente y serena, pero no por eso menos madura, que me calmaba al hablar.

-Es que fue un sueño rarísimo, es más, no estoy seguro de echarte el cuento.

-Ay no, Franco, ya me dijo, ¡ahora me tiene que terminar de contar! -suplicaba, dándome un golpecito en la mejilla con sus manos de princesa, prácticamente obligándome con su ternura a hablar,

-Ah... -suspiré-, pero te digo, es bien raro.

-Como si fuera la primera vez que lo escucho decir algo extraño -respondió con una sonrisa.

-Bueno, estábamos los dos acostados.

-¿Antes de conocernos? ¡Cochino! -me interrumpió a modo de burla.

-¡No! No estábamos juntos -aclaré, gesticulando con mis manos-, yo estaba encima de una cama, y vos en otra, a mi derecha.

-¿Y estábamos haciendo algo?

-En realidad no, solamente estábamos ahí, tendidos. Además, vi a Francis -mi hermana- a mi izquierda, estaba acostada en una cama también, había otras camas más allá, también al frente, como si fuera el cuarto de un hospital.

-O sea, ¿estábamos todos enfermos antes de conocernos? Que esperanza -reaccionaba ella con sarcasmo.

-Bueno, yo creo que sí; cada quién tenía un aparato al lado de su cama, era como... un aparatico -decía yo esto, demarcando con mi mano derecha el zigzagueo del gráfico para la actividad cardíaca-... de esos que miden los latidos del corazón, ¿cómo es que se llaman? -pregunté, sin dar importancia a mi ignorancia expuesta.

-¿Un electrocardiógrafo?

-¡Eso! Y si, sería que estábamos enfermos, porque yo no me podía mover. Después de un rato llegaron como tres enfermeros; digo yo que eran enfermeros, a puyarnos.

-¿Todavía le dan miedo las jeringas? Ja, ja -ella insistía en tomarme el pelo ese día.

-Nunca me han asustado, boba -añadí con jocosidad-. Pero si supieras, fue extraño, capaz y cuando dormía me pellizcaron el brazo, porque te juro que sentí algo.

-A mí me ha pasado eso, cuando se sienten así, tan reales, se les llaman sueños lúcidos -agregó.

-De todas maneras -recalqué-, hasta ahí es donde recuerdo, no sé, fue un sueño muy loco. Pero lo que sí es seguro que recuerdo -afirmaba, retomando la seguridad al declamar-, es que a los días fue que te conocí.

-Bueno, hubiera sido bien raro que se me presentara con ese cuento, aunque igual no lo hubiese juzgado -sonrió de nuevo, permitiendo la bendita formación de aquella divina sonrisa que siempre terminaba por revelar sus perfectos hoyuelos, y culminó así nuestra pequeña conversación trivial del momento con uno de esos besos que tanto ansiaba desde el instante en que salía yo de casa, deseados y racionados semanalmente por el tiempo que una cita de media hora podía ofrecer.

Ambos nos despedimos casi a las diez y media, luego de un par de cotilleos cortos, para encaminarnos hacia nuestras respectivas clases. Sin duda era una congratulación del destino, compartir mi vida estudiantil y mis años más mozos con una chica a la que le entusiasmaba la arquitectura y la escultura casi tanto como a mí me apasionaba ella, cuyos sueños, danzantes en su variedad de ideas, practicidad y espiritualidad, siempre alumbraron su camino, llenando de luz también el mío.

Sin nada muy importante que resaltar más que las asignaturas por ver durante aquellas tempranas horas del día y el usual momento que la vida me regalaba junto a Valentina para tener nuestras tradicionales pláticas fantásticas, me encaminé de regreso a mi hogar un par de horas después.

Salgo por la entrada principal de la facultad y continúo avanzando, bordeando el hospital universitario hasta la parada vehicular donde esperaría mi turno para finalmente encaminarme y retornar a mis aposentos. La fila de personas para el transporte público, como de costumbre, era larga, pero esta vez parecía avanzar a paso constante, así que no se trató de una espera demasiado prolongada (es eso, o es que ya me he acostumbrado a esta manera de perder tiempo). Pero sea por cansancio o por simple descuido, no me di cuenta en ese preciso momento de algo realmente importante.

Algo que me impresionaría a sobremanera más tarde, que retorció y amoldó el rumbo de mi vida en dimensiones que jamás hubiese podido imaginar, y que quizás nunca habría estado dispuesto a experimentar.

Pasada una decena de minutos durante los cuales esperé mi turno, llegó un típico Malibu Classic vino tinto en deplorable estado, cuya superficie era ocupada parcialmente por algunos parches de pintura poco más clara, con un cabezal que indicaba la ruta que tomaría, aguardando por cinco pasajeros, de los cuales el tercero fui yo, y me alojé en la parte trasera del mismo.

Recorrimos algunos kilómetros antes de que uno de los pasajeros que había estado sentado al frente indicara su parada, en un punto del camino el cual, por los hechos del pasado a los que dio lugar el sitio, evocaba memorias escabrosas en mí.

Extraordinario fue entonces presenciar, cuando él cerraba la puerta tras abandonar el carro, que se trataba de alguien que conocí, y no podía estar más en lo cierto, pues incluso, al cerrar la puerta del coche con una mano, me saludó con la otra asomándose por la ventana, con absoluta serenidad, como si conociera mis problemas y con su mirada me dijese que pronto se arreglarían, sin decir una sola palabra.

Lo verdaderamente alarmante de todo, es que el muchacho, de piel, pupilas y cabellos blancos como la nieve que nunca han conocido la tercera edad como para haber perdido su pigmentación; particularidad genética que no dejaba espacio para otras consideraciones: se trataba de mi amigo.

Pero no era cualquier persona normal, ¡Se supone que había fallecido durante los primeros meses del año!

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