"Devuélvenos el sol."
Un silencio escalofriante invade el Olimpo. Nada. Ni siquiera el viento. Ni siquiera el eco de sus pisadas. Ni siquiera su propia respiración entrecortada. Solo el vacío aterrador que inunda sus oídos y se apodera de su mente. Todos los miembros de su cuerpo le suplican que huya, pero sabe que aún no puede marcharse. No sin el sol.
"¡Devuélvenos el sol!"
Una carcajada seca; afilada y letal, arremete contra el silencio, partiéndolo en dos de un golpe. El muchacho se estremece. Ahora echa de menos el silencio.
Y entonces lo ve. O cree verlo. Porque el hombre frente a él no parece más que eso, un hombre. Un hombre viejo, débil, vulnerable; un despojo. El chico sabe que los dioses no son ninguna de esas cosas. Y sin embargo...
El dios, que no hombre, huele a cerrado y a cordero quemado. A miedo. A una eternidad de abandono.
El dios, más anciano que inmortal, pero inmortal al fin y al cabo, tiene la piel de mármol, resquebrajada a base de desgracias y el rostro erosionado por el tiempo y el dolor. No se parece en nada al dios de los altares.
El dios que, desde hace un tiempo, cierra sus ojos de cristal a la humanidad y se finge dormido y ciego porque sabe cuando conviene ser dormido y ciego. El dios.Porque a pesar de la oscuridad, el muchacho lo ve. Y es un dios. Y ningún mortal con aprecio por su vida se atrevería a mirar a un dios a la cara.
"Apolo. "
Ni mucho menos a dirigirse a él.
"Por favor..."
El muchacho se derrumba y el impenetrable silencio se rompe de nuevo. Su llanto, sus gritos, su derrota, su terror. El muchacho llora y toda su historia llena el Olimpo. Un Olimpo olvidado, abandonado, inerte. Un Olimpo que, al igual que sus dioses, no era tan inmortal como creía.
Asumiendo que no será el dios quien le salve, el joven seca sus lágrimas con torpeza y se levanta. Continúa avanzando a tientas entre las ruinas, tropezando con los cascotes y los restos de pared, acariciando los relieves con la punta de los dedos. Camina durante unos minutos, días, años. Camina hasta que da con la respuesta. El carro del Sol.
Cuando su carro se pierde en el horizonte, Apolo se estremece en su trono de marfil. A duras penas, se retira la grava de los ojos. Y se permite llorar.
Apolo llora.
Recuerda a otros jóvenes, otras batallas y otras verdades. A los que ha amado y a los que no. Recuerda otros intentos de héroe, otros niños valientes. Otros niños perdidos.
Llora porque recuerda a otro muchacho que no consiguió gobernar el Sol.
Llora porque hace mucho que no amanece en el Olimpo.