Esa era la tercera vez que iba en el primer mes. No solía haber mucha gente a mi hora, ya que era por la mañana todos estaban en la escuela. A mí no me importaba perder clase, de hecho, lo prefería. El motivo de que estuviera allí era porque mamá ya no sabía qué hacer conmigo. Decía que pasaba mucho tiempo sola y con las únicas personas con las que me relacionaba eran mi familia y mi gato. Así que iba para contentarla.
Las dos últimas veces mamá se esperaba conmigo hasta que entraba a la consulta, hablaba con la psicóloga antes que yo y después se iba para volver a los tres cuartos de hora, justo lo que duraba la cita. Pero aquella vez no estaba conmigo, tuvo que recoger a mi hermana mayor del instituto por no sé qué cosa. Aquel lugar no me gustaba un pelo, las recepcionistas te miraban como si te estuvieran perdonando la vida. Como tenía trece años tenía que asistir al psicólogo infantil por lo que tenía que escuchar los berridos de los niños o las carreras de alguno que otro con hiperactividad y eso, me desquiciaba. Por suerte, ese día no había nadie y las recepcionistas hablaban entre ellas sin prestar atención a su alrededor. Aún faltaba cinco minutos para mi turno, me estaba terminando el último capítulo de la primera temporada de una serie de crímenes con un auricular puesto para que cuando me llamase, no tuviera que avisarme más de una vez y preguntarme si me evadía de la realidad a través de los cascos. Escuché pasos, giré mi cabeza para ver quien salía y escuchar su vocecita pronunciando mi nombre, pero esta vez no era ella, si no alguien. Aquella niña era tan blanca que podría haber sido perfectamente un fantasma, su cara llena de pecas y esos enormes ojos verdes daban un miedo escalofriante, era idéntica a una muñeca de porcelana. Su pelo rubio largo caída como una cascada tras su pequeña espalda y miraba con asombro a la sala. La niña se fijó en mí, entró y se sentó a mi lado. Pasé de ella, suponía que era una niña más, que entraría a mi consulta y no la vería nunca más en la vida. Transcurridos los cinco minutos, la psicóloga todavía no salía y ella me incomodaba cada vez más, así que opté por cambiarme de sitio. En el amago de levantarme, me miró y dijo:
Perdona, ¿tienes hora? -Su voz eran angelical y dulce. Como un arpa.
Vacilé por unos segundos, tenía un enorme reloj gigante a su derecha y, por si fuera poco, el maldito tic tac del segundero retumbaba en la sala.
Tienes uno a tu derecha. – Respondí con desprecio.
Me levanté y vi que estaba mirando a su izquierda muy preocupada, quise relajarme porque si ella estaba aquí, es porque obviamente tenía un problema.
Esa es tu izquierda, mira hacia el otro lado. – Le señalé al lado indicado.
De repente, me miró fijamente y unas enormes lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Se levantó repentinamente y fue corriendo al baño. Justamente, la psicóloga salía, ya era mi turno.
Pasó una semana desde aquello. Ese día estaba en el recreo, sola y sentada en el mismo lugar de siempre terminándome otro capítulo más. Donde yo me ponía era justo entre los arbustos, en el fondo de la parcela, mi asiento era una especie de roca acomodada solitaria moldeada a mi trasero que al principio me pareció de los más incómodo, pero al final me tuve que encariñar.
Metida en los últimos minutos importantes del capítulo, vi una figura delante de mí que, a decir verdad, me asustó. Bajé rápidamente el móvil por temor a que fuera un profesor que me lo quitara y erguí. Entonces vi quien era.
Hola, siento mucho lo del otro día. No tuve ocasión de presentarme, soy Miranda. – La niña rara de la sala de espera me tendía la mano con el fin de que se la estrechara.
La miré fijamente, no quería hacerme amiga de aquella chica. Evadí su saludo y seguí con lo mío, entonces se sentó en el suelo, en frente mío.
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3 a.m, no puedo dormir y escribo esto.
Losowepequeñas historias que se me ocurren mientras escucho música.