Apagué el ruidoso motor de mi viejo Volkswagen rojo. La lluvia golpeaba con fuerza el techo descapotable, como si realmente intentara terminar de destrozar el material frágil de este. Dejé que eso me distrajera, aunque fuera por poco tiempo, para evitar que bajara finalmente, después de casi quince minutos de estar en el mismo lugar. Miré con resentimiento hacia la amplia casa que tenía adelante, la cual me trajo tanto buenos, como malos recuerdos. Sin embargo, hubo tantos buenos, que ahora los malos parecían resaltar, hacerse notar con violencia como la lluvia que caía. La casa en realidad era una finca vieja que fue renovada cuando la volvieron a habitar hace casi veinte años atrás. Fue construida después de la revolución y la propiedad pertenecía a un general importante llamado Javier González, un hombre muy querido y conocido por el pueblo. Su familia también lo era, y así fue, años tras años.
Hasta ahora.
Llevaba casi cuatro años sin poner un pie en este lugar. Y parecía como si la finca hubiera estado inhabitada desde entonces. Sabía que aun había gente viviendo aquí. Los trabajadores que se encargaban del mantenimiento del ganado y la huerta, junto a los criados que cuidaban la casa. La construcción era preciosa, rústica de una forma que parecía salida de una telenovela mexicana. Sin embargo, las paredes de piedra que solían parecer inquebrantables, como si reclamaran su permanencia por un siglo más, ahora estaban cubiertas de moho y vegetación. El césped a su alrededor estaba descuidado y la entrada se encontraba llena de hojas y tierra, como si nadie lo hubiera limpiado en meses. Pero no podía quedarme mucho tiempo pensando en lo descuidada que lucia la finca ahora porque el capataz, un hombre viejo llamado Felipe, me había abierto el portón, con expresión contenta, pero triste y me había dicho que le informaría a su jefa que me encontraba allí. Ella ya debería de estarse preguntando por mi paradero. Decidí que debía dejar de ser una cobarde y bajé con rapidez, a pesar de llevar mi paraguas amarillo a la mano. Mis botines negros se hundieron en el lodo y maldije por mi estupidez al olvidar que esa área de la casa siempre se convertía en un hogar para marranos después de una lluvia fuerte. Caminé con cuidado hacia la entrada de la casa, donde se encontraba un techo que me resguardó por completo de la lluvia. Dejé mi paraguas descansar sobre la pared y toqué el timbre de la gran puerta de madera de la finca. No escuché el tono del timbre que solía parecerme elegante y gracioso y después de hacerme la idea de que incluso el timbre se encontraba roto, como todo lo demás en el lugar, toqué la puerta con suavidad, pero lo suficientemente alto para hacerme oír. En lo que esperaba, dejé que mi mente volara a travez de los recuerdos.
Fue como infiltrarme dentro de mi antigua yo.
Yo a los ocho años, atravesando esa misma puerta a trompicones junto a Aurora; ambas con coloridos trajes de baño de una pieza y flotadores gigantes e incomodos, con las chanclas amenazando con salir volando de nuestros pies diminutos y riéndonos con fuerza sobre alguna tontería. Yo a los trece años, sacando de la finca cajas con libros para llevarlos a nuestra guarida. Yo a los dieciséis, callando a Aurora con mi mano para que dejara de reír, ya que no queríamos que nos encontraran saliendo a hurtadillas de la finca a mitad de la noche. Yo a los dieciocho, recargada sobre la puerta cuando el chico con hermosos ojos verdes, como los de su hermana, se inclinó hacia mi con una sonrisa que lograba robarme el aliento y...
La puerta de entrada se abrió por completo, dejando al descubierto a una hermosa mujer de cabello rubio como el sol.
Retrocedí de inmediato.
-Tia. -dije en un hilo de voz.
Montserrat Castillo, la madre de Aurora, me miró con los ojos hinchados y rojos. Sonrió con tanto dolor que se me hizo difícil respirar.
-Mi niña- sollozó y, sin dudarlo, me acerqué y la abracé con fuerza, dejándola murmurar lo mismo, una y otra vez- Mi niña. Mi hermosa niña. La perdí, la perdí. Mi bebe. La perdí.
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PARA SIEMPRE
ParanormalLeila Verdugo perdió a todas las personas que amaba. Cada una de forma distinta, pero igualmente dolorosa. Han pasado años desde eso. Ahora es una mujer joven que sabe permanecer al margen de cualquier tipo de actividad atípica que arruine la image...