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Agosto de 1918, Amiens. Ofensiva de los Cien Días.
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-Ludendorff ha ordenado un asalto nocturno. Parece que hoy el General Rawlinson va a dividir la fuerza expedicionaria para reforzar la sección Norte. No saben lo que planeamos. Al menos eso dicen nuestros espías.
Dejé de limpiar el fusil para escucharle.
-Contaremos con apoyo de francotiradores, una descarga de artillería, y varios tanques A7V. La misión es tomar la primera línea de trincheras, asegurarla, y de ser posible, tomar la segunda también. ¿Todo claro?
-Todo claro, Schmitt. Gracias. - Dijo el cabo primero de mi escuadrón.
-Iré a avisar a los siguientes pues.
Se hizo hueco por entre los dos heridos que teníamos en las camillas y pasó al siguiente tramo de la trinchera.
-Hoy puede ser nuestra última noche, muchachos. -dijo el cabo.- Hagan que valga la pena.
Estuve pensando. Ya daba igual. La guerra, muy probablemente, estaba perdida. De todos modos, nuestras familias estaban al otro lado de la frontera. No íbamos a dejar que les pusiesen un dedo encima. Eso era lo que nos motivaba. Me preparé para la que podría ser mi última cena.
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No paraban de pasar soldados. Atravesaban la primera línea para desplazarse. Al parecer, el general del cuarto ejército, Rawlinson, decidió enviar a a la mitad de mi regimiento a la sección Norte de nuestra línea de trincheras.
-Alégrense, muchachos. -Dijo el Sargento Brown. - Una semana más y nos enviarán a la trinchera de reserva, lejos de todo este caos.
Pero algo me inquietaba. Los alemanes estaban muy silenciosos. Demasiado. Para cuando nos tocó cenar, ya no quedaba nadie por desplazar. Nuestra fuerza se había visto reducida a la mitad. Cosa que, francamente, no me hacía mucha gracia. De cualquier forma, la guerra iba bien. Algunos decían que casi estaba ganada. Me fui a dormir, esperando que todo acabase lo antes posible.
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Había hecho un amigo en mi escuadrón. Edward, se llamaba. Edward von Clausewitz.
-¡Levanta, Schneider! ¡Quedan veinte minutos para el asalto! - Me despertó.
Tras desperezarme y beber algo del agua que me quedaba en la cantimplora, calé la bayoneta, medio metro de afilado acero alemán, y me eché mi ya limpio rifle al hombro. Había oído que, de esta Gran Guerra, los asaltos nocturnos eran de lo más horrible y sangriento que había. Estaba listo.
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Me desperté con el ensordecedor ruido de la artillería alemana. De fondo escuchaba silbatos, muy lejanos como para ser nuestros.
-¡Despertad, maldita sea! ¡Es un asalto nocturno! ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Arriba, Mason! -Me dijo mi teniente.
Me dolía la cabeza. Odiaba despertarme de esa forma: a gritos y con sonidos aturdidores como esos, como me llevaba ocurriendo el último año. No lograba orientarme.
Nuestras ametralladoras comenzaron a abrir fuego contra la masa de alemanes que se acercaba por tierra de nadie. Aún desorientado, alcancé mi rifle, cargué el revólver reglamentario y me puse en alerta. Poco a poco, las ametralladoras se fueron silenciando, sustituyéndose su estruendo por los cruentos sonidos de huesos rompiéndose y carne abriéndose, acompañados de alaridos más horripilantes que los que jamás pensé que llegaría a escuchar.
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Podía ver perfectamente cómo nuestros A7V inundaban con fuego los búnkeres de ametralladoras de los enemigos con sus lanzallamas. Edward y yo, hasta el momento a cubierto dentro de un cráter encharcado de barro y sangre, nos lanzamos a través de la gris tierra hacia las iluminadas trincheras británicas. Esprintamos hasta la primera línea y, de un salto, nos arrojamos a la estrecha trinchera enemiga. Estuve a punto de darme en la cara con una caja al caer, impacto que fui capaz de amortiguar poniendo mi rifle en medio.
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Entonces los vi. Dos alemanes acababan de caer delante de mis narices. Uno de ellos se había golpeado con el arma al darse de bruces con una caja de granadas. El otro, al verme, levantó su rifle hacia mí. Yo fui más rápido.
Bastó con un disparo para que sus dedos se hicieran pedazos. Primero se miró la mano alarmado. O lo que quedaba de ella. Después, con una mirada infernal, se abalanzó sobre mí y me tumbó. Llevó su otra mano a la espalda para levantar un largo cuchillo sobre mí, con ojos demoníacos y una expresión de ira como nunca había visto. Me encontraba entre su hoja y el barro encharcado del suelo que empapaba mi espalda: no podía huir. Atacó con su cuchillo, aunque milagrosamente pude frenarlo con mi rifle. Me giré hacia el lado y lo aparté de mí de una patada, tirándolo también al suelo. Arrojé mi ya inútil fusil a un lado.
Me incorporé y desenfundé mi revólver. Miré al otro alemán, que parecía tratar de dispararme sin éxito: tenía el mismo problema que yo. Se le había atascado el arma por el golpe. Levanté el arma hacia él, pero me interrumpió su compañero con una certera puñalada que se abrió paso rasgando el cuero de mi bota y atravesó mi pie. Se rió. El cabrón se rió.
-¡Hijo de puta! -Dije. Lo llené de agujeros en un momento.
Justo entonces oí un grito a mi izquierda, y sentí algo parecido a un puñetazo en mi costado desde esa misma dirección. Sin embargo, lo que más me molestaba era algo que había clavándose en mi axila derecha. Miré. Aquello que se me estaba clavando era la punta de una brillante y ensangrentada hoja plateada que salía de... ¿mi torso? Miré a la izquierda. El otro alemán estaba pegado a mí, sosteniendo firmemente el rifle con cuya bayoneta acababa de atravesarme.
El desagradable sabor de la sangre llenó mi boca cuando intenté respirar. Me mareé de golpe y sentí el brutal dolor del ataque que acababa de recibir. Miré a los ojos a mi asesino mientras sentía cómo todo se volvía negro. ¿Y después?
Después nada.
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La ardiente luz en la mirada del inglés se había apagado. Su mandíbula se relajó, dejando salir de su boca un reguero de sangre. Retiré la bayoneta en un gesto preciso y se desplomó, llenándose el charco sobre el que estábamos de su sangre, que se mezcló con la del irreconocible cuerpo de Edward. Le había volado la cara, maldita sea. Cuatro... no, cinco veces le había disparado. Al menos pude recuperar su chapa. Poco después, el asalto a la trinchera medio vacía había sido un éxito. Todos celebraban. Yo me seguía preguntando demasiadas cosas.
Volví a reunirme con mi escuadrón. Una vez más, la misma mierda de siempre. Honramos brevemente a los muertos y nos dedicamos a seguir manteniendo la línea, que teníamos una guerra de la que ocuparnos. ¿Por qué? ¿Para qué? Para vivir y combatir hasta que la muerte me lleve. Edward ya no volverá a ver a su familia, ni tampoco ese inglés. La cuestión ya no era si la guerra acabaría pronto, no; eso estaba claro. La cuestión era si sobreviviría para ver ese final.
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Trench raiding
Historical FictionEste relato breve narra unas horas de uno de los últimos enfrentamientos de la Primera Guerra Mundial desde perspectivas distintas. La intención es acercar a quien lo lea a este pensamiento: "La guerra es más horripilante de lo que ya pensaba, que n...