La temperatura desciende medio grado cada minuto que pasa. Poco a poco, el vaho que sale de mi boca va haciéndose más y más denso, hasta tal punto que al expulsarlo me es difícil adivinar lo que hay detrás de él.
Una tímida lágrima recorre mi rostro de arriba a abajo. Sin mediarlo demasiado, rompo a llorar desconsoladamente. Derrotada, me siento en un banco del parque que hay en el trayecto de vuelta a casa y, como si de un hábito se tratase, apoyo mis codos sobre mis rodillas, los cuales hacen de pilares de mi cabeza.
"Estaba dispuesta a casarme con él, a compartir mi vida a su lado... y el capullo me hace esto...", son mis pensamientos, aun en carne viva, que brotan y me reconcomen por dentro.
He de decir que él no es un chico cualquiera. Su pelo largo y rubio y sus preciosos y llamativos ojos azules verdosos son los que hacen que todas y cada una de las chicas quieran estar a su lado, pero él me eligió a mí, o al menos eso creía...
Mi meditación se extendió a diez minutos. Cuando retorno de mi mundo y vuelvo a encontrarme en el angustioso presente en el que vivo, me percato que detrás de mí hay algo acaba de cambiar de posición. Al principio hago caso omiso, puede ser una rama movida por el viento, pero el espíritu aventurero que me caracteriza y la intriga de saber qué es lo que ocurre hacen que, en un momento determinado, me seque las lágrimas que aún conservo y gire mi tronco 180 grados.