Las ciudades son un caos, así como todos los males que en ellas habitan. Hay quienes debaten sobre qué cosa incide sobre la otra, ¿la gente se torna agresiva en una ciudad bulliciosa? o acaso la ciudad se tornará bulliciosa por gente agresiva. Los males de las grandes urbes son más de los que se pueden contar con los dedos de las manos, desde ciudadanos desagradables, pasando por conductores imprudentes y a veces llegando incluso a criminales organizados, solo por listar algunos.
Concepción es una ciudad como cualquier otra en este extremo del mundo o el opuesto. Personas groseras tropezando en las calles sin disculparse, conductores imprudentes atravesando cruces en rojo con resultados a veces nefastos, calles por las que no quieres pasar a ciertas horas si quieres llegar tranquilo a casa. Y como toda ciudad, tiene vida nocturna, unas más animadas que otras. Este es el punto donde la ciudad de la que tratamos tiene su punto de quiebre, el chocolate caliente que se derrama por sobre el borde de la taza.
A las cinco de la madrugada no es mucha la vida urbana en las calles, algunos ebrios tratando de llegar a casa luego de una juerga, tal vez algún obrero madrugador, los primeros taxi-buses ya corren por las calles, pero el punto de quiebre se da algo antes de las cinco.
Un par de horas antes, un niño llora desconsolado, de pie en una esquina de un crucero, no debe tener más de seis años y llora con suficiente fuerza como para entrar en conciencia a media manzana en torno a él, pero nadie lo escucha. Él lloraba desconsolado, rogando que alguien notara su presencia. Pero, su voz solo era una más, un leve susurro desamparado en la oscuridad, entre tantos otros que se ahogan en la profundidad de la noche urbana.
Un hombre se acerca a él, abrazando esa pequeña excusa de carne que hasta hace no más de una hora era su cuerpo, yaciendo junto al de una mujer, por un ebrio carente de criterio que no bajó la velocidad de la camioneta en el cruce.
—Todo estará bien. Tranquilo, el dolor ya pasó —le susurra a la leve esencia del chico ante él, mientras sostiene el manojo de carne que le queda por cuerpo en sus brazos— ¿Cuál es tu nombre? El mío es Eduardo y vamos a llevarte al otro lado con tu madre —el niño seguía conmocionado, no entendía que era lo que le decían, pero la calidez en la voz del sujeto le dio una pequeña prueba de la paz que tanto anhelaba aquella noche—. Puedes confiar en mí, esa es mi palabra.
Un niño abrumado por la separación de su progenitora y ella renegando de lo evidente, de aquel accidente del cual ella era consciente, pero prefirió convertirlo en un mal sueño. Era un escenario que le resultaba casi cómicamente familiar. Cada quien describe su paso al otro lado de forma diferente, algunos hablan de ver la famosa luz al final del túnel, Eduardo pensaba que era más como cruzar a la vereda de al frente. Aquel chico solo tuvo que cruzar la calle que tanto le aterraba, acompañado de una mano cálida, para encontrarse con su madre, esperándolo del otro lado.
El cielo nocturno de la ciudad, con aquella negrura profunda y limpia de estrellas, hacía pensar a Eduardo en aquello que se había convertido la ciudad que tanto amaba, cuna de todo crimen y libre de cualquier castigo, siendo aquel infinito vacío, el testigo mudo de cada atrocidad impune en los cruces.
Hay algo que inspira cierta paz en las caminatas nocturnas con uno mismo. Lamentablemente, los males de las grandes ciudades mitigan aquello tras un velo de estrés, tubos de escape y por qué no, vicios. La querida Concepción de Eduardo y tantos otros chilenos no estaba exenta de esto, una metrópolis de sueños rotos y desesperanza, disfrazada con esa bella mascara de progreso, oportunidades y tiempos mejores que tanto le gusta ver a todo el mundo.
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Esa es mi palabra
Spiritual"El destino siempre empareja la balanza". Mi madre me enseñó que uno siempre debe ir con la justicia por bandera, pero el mundo no es tan lindo en realidad como a ella le hubiera gustado hacerme creer. Me prometí a mí mismo ser yo aquella ba...