CAPITULO XLII

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El día siguiente, acababan los Price de salir para la iglesia cuando de nuevo apareció Mr. Crawford. No les alcanzó con el único objeto de saludarles, sino para juntarse a ellos; le pidieron que les acompañase a la capilla de la guarnición, que era exactamente lo que él quería, y allá fueron todos juntos.

Ahora podía verse a la familia en un aspecto favorable. La naturaleza les había concedido una cantidad de belleza nada despreciable, y el domingo se encargaban siempre de vestirse con las galas de sus más limpias epidermis y sus mejores trajes. El domingo siempre traía este consuelo a Fanny, y en esta ocasión era mayor que nunca. Su pobre madre no parecía tan indigna de ser hermana de lady Bertram como era capaz de parecer. Con frecuencia le oprimía a Fanny el corazón pensar en el contraste que ofrecían la una respecto de la otra; pensar que donde la naturaleza había puesto tan poca diferencia, las circunstancias hubieran puesto tanta, y que su madre, tan hermosa como lady Bertram y algunos años más joven, tuviera una apariencia mucho más desgastada y mustia, tan desalentada, tan desaliñada, tan abandonada. Pero el domingo la convertía en una muy apreciable y tolerable señora Price, cuando salía a la calle con su bonita colección de criaturas, dándose un pequeño respiro al cabo de una semana de cuidados, sin descomponerse más que en el caso de ver a sus niños correr hacia un peligro o si Rebecca pasaba por su lado con una flor en el sombrero.

En la capilla hubo de dividirse el grupo, pero Mr. Crawford tuvo buen cuidado en no quedar separado de la fracción femenina; y a la salida continuó todavía con ellos, agregándose al paseo familiar por la muralla.

La señora Price daba su paseo semanal por la muralla todos los domingos con buen tiempo, a lo largo de todo el año. Siempre iba allí directamente una vez terminada la función matinal, para no regresar a casa hasta la hora de comer. Era su lugar público: allí encontraba a sus conocidos, se enteraba de algunas noticias, hablaba de las malas que eran las criadas de Portsmouth y cobraba ánimos para los seis días siguientes.

Allá se dirigieron, pues, sintiéndose Mr. Crawford muy feliz por considerarse especialmente encargado de atender a las niñas de Price; y poco tiempo llevaban paseando cuando, sin que apenas se dieran cuenta... no hubiesen podido decir cómo... Fanny no podía creerlo, él se había situado ya entre las dos y había enlazado un brazo de cada una a los suyos, sin que ella supiera evitarlo o poner término a aquella situación. Esto la tuvo inquieta durante un rato; no obstante, lo mismo el día que el espectáculo que se abría a sus ojos, brindaban encantos que no podían dejar de pesar en su ánimo.

El día era singularmente delicioso. Era marzo en el calendario, pero era abril la templada atmósfera , la suave y constante brisa, el radiante sol, que en ocasiones se nublaba por un minuto; y todo parecía tan hermoso bajo el influjo de aquel cielo, persiguiéndose los juegos de sombras proyectadas sobre los barcos de Spithead y más allá, en la isla, con los matices siempre cambiantes del mar, entonces en su creciente, danzando jubiloso y quebrándose en la escollera con un rumor tan grato...; todo ello brindaba a Fanny una combinación de encantos tan maravillosa, que poco a poco llegó casi a olvidarse de las circunstancias en que le era dado gozarlos. Es más: de no haber tenido aquel brazo en que apoyarse, pronto lo hubiera necesitado; pues carecía de fuerzas para vagar de aquel modo durante dos horas, al darse el caso, como generalmente ocurría, tras una semana de inactividad. Fanny empezaba a acusar el efecto de haber suspendido su ejercicio habitual y regular; había perdido fondo en cuanto a salud desde su llegada a Portsmouth; y de no ser por Mr. Crawford y el magnífico tiempo, pronto se hubiera rendido en aquella ocasión.

El hechizo del día y del paisaje lo acusaba él lo mismo que ella. A menudo se detenían obedeciendo a un mismo gusto y sentimiento, y se apoyaban en el muro durante unos minutos para mirar y admirar; y considerando que él no era Edmund, no pudo Fanny menos que reconocer que era bastante sensible a los encantos de la naturaleza y muy hábil para expresar su admiración. Ella se abandonaba de vez en cuando a un dulce arrobamiento, circunstancia que él pudo aprovechar en alguna ocasión para mirarla al rostro; y el resultado de tales observaciones fue la afirmación de que su rostro, aunque tan cautivador como siempre, no parecía tan lozano como debía ser. Ella dijo que se encontraba muy bien, no gustándole que pudiera suponerse otra cosa; pero, en su apreciación de conjunto, él quedó convencido de que su actual residencia no podía satisfacerla y, por tanto, no podía ser saludable para ella, y la de él al verla, habría de ser mucho mayor.

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