III

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Hoy trabajé mucho en la oficina. El patrón estuvo amable. Me preguntó si no estaba demasiado cansado y quiso saber también la edad de mamá. Dije «alrededor de los sesenta» para no equivocarme y no sé por qué pareció quedar aliviado y considerar que era un asunto concluido.
Sobre mi mesa se apilaba un montón de conocimientos y tuve que examinarlos todos. Antes de abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta mucho ese momento a mediodía. Por la tarde encuentro menos placer porque la toalla sin fin que utilizamos está completamente húmeda; ha servido durante toda la jornada. Un día se lo hice notar al patrón. Me respondió que era de lamentar, pero que asimismo era un detalle sin importancia. Salí un poco tarde, a las doce y media, con Manuel, que trabaja en la expedición. La oficina da al mar y perdimos un momento mirando los barcos de carga en el puerto ardiente de sol. En ese instante llegó un camión en medio de un estrépito de cadenas y explosiones. Manuel me preguntó: «¿Vamos?», y eché a correr. El camión nos dejó atrás y nos lanzamos en su persecución. El ruido y el polvo me ahogaban. No veía nada más y no sentía otra cosa que el desordenado impulso de la carrera, en medio de los tornos y de las máquinas, de los mástiles que danzaban en el horizonte y de los cabos que esquivábamos. Fui el primero en tomar apoyo y salté al vuelo. Luego ayudé a Manuel a sentarse. Estábamos sin resuello. El camión saltaba sobre el pavimento desparejo del muelle, en medio del polvo y del sol. Manuel reía hasta perder el aliento.
Llegamos empapados a casa de Celeste. Allí estaba como siempre, con el vientre abultado, el delantal y los bigotes blancos. Me preguntó si «andaba bien a pesar de todo.» Le dije que sí y que tenía hambre. Comí rápidamente y tomé café. Luego volví a mi casa; dormí un poco porque había bebido demasiado vino, y al despertar tuve ganas de fumar. Era tarde, y corrí para alcanzar un tranvía. Trabajé toda la tarde. Hacía mucho calor en la oficina y cuando salí al atardecer me sentí feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo de los muelles. El cielo estaba verde. Me sentía contento. Sin embargo, volví directamente a mi casa porque quería prepararme unas papas hervidas.
Al subir topé en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir con él, solos los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele. Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro ha tomado del amo una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante y el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el perro a pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo largo de la calle de Lyon, el perro tirando hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo insulta. El perro se arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe tirar de él. Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo insulta. Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una desgracia», pero, en el fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba insultando al perro. Le decía: «¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió. Decía solamente: «¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el perro, arreglando alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me respondió sin volverse, con una especie de rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas y gemía.
En ese mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es «guardalmacén». En general, es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces entra un momento en mi habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante lo que dice. Por otra parte, no tengo razón alguna para no hablarle. Se llama Raimundo Sintés. Es bastante pequeño, con hombros anchos y nariz de boxeador. Va siempre muy correctamente vestido. También él me ha dicho, hablando de Salamano: «¡Dígame si no es una desgracia!» Me preguntó si no me repugnaba y respondí que no.
Subimos y le iba a dejar, cuando me dijo: «Tengo en mi habitación morcilla y vino. ¿Quiere usted comer algo conmigo?...» Pensé que me evitaría cocinar y acepté. El también tiene una sola pieza, con una cocina sin ventana. Sobre la cama hay un ángel de estuco blanco y rosa, fotos de campeones y dos o tres clisés de mujeres desnudas. La habitación estaba sucia y la cama deshecha. Encendió primero la lámpara de petróleo; luego extrajo del bolsillo una venda bastante sucia y se envolvió la mano derecha. Le pregunté qué tenía. Me dijo que había tenido una trifulca con un sujeto que le buscaba camorra.
«Comprende usted, señor Meursault», me dijo, «no se trata de que yo sea malo; pero soy rápido. El otro me dijo: 'Baja del tranvía si eres hombre.' Yo le dije: '¡Vamos, quédate tranquilo!' Me dijo que yo no era hombre. Entonces bajé y le dije: 'Basta, es mejor; o te rompo la jeta.' Me contestó: '¿Con qué?' Entonces le pegué. Se cayó. Yo iba a levantarlo. Pero me tiró unos puntapiés desde el suelo. Entonces le di un rodillazo y dos taconazos. Tenía la cara llena de sangre. Le pregunté si tenía bastante. Me dijo: 'Sí.'» Durante todo este tiempo Sintés arreglaba el vendaje. Yo estaba sentado en la cama. Me dijo: «Usted ve que no lo busqué. El se metió conmigo.» Era verdad y lo reconocí. Entonces me declaró que precisamente quería pedirme un consejo con motivo de este asunto; que yo era un hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y que inmediatamente sería mi camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si quería ser su camarada.
Dije que me era indiferente, y pareció quedar contento. Sacó una morcilla, la cocinó en la sartén, y colocó vasos, platos, cubiertos y dos botellas de vino. Todo en silencio. Luego nos instalamos. Mientras comíamos comenzó a contarme la historia. Al principio vacilaba un poco. «Conocí a una señora..., para decir verdad era mi amante...» El hombre con quien se había peleado era el hermano de esa mujer. Me dijo que la había mantenido. No contesté nada y sin embargo se apresuró a añadir que sabía lo que se decía en el barrio, pero que tenía su conciencia limpia y que era guardalmacén.
«Pero volviendo a mi historia», me dijo, «me di cuenta de que me engañaba». Le daba lo necesario para vivir. Pagaba el alquiler de la habitación y le daba veinte francos por día para el alimento. "Trescientos francos por la pieza, seiscientos francos por el alimento, un par de medias de vez en cuando, esto sumaba mil francos. Y la señora no trabajaba. Pero me decía que era poco, que no le alcanzaba con lo que le daba. Sin embargo, yo le decía: '¿Por qué no trabajas medio día? Me ayudarías para todas las cosas chicas. Este mes te he comprado un conjunto, te pago veinte francos por día, te pago el alquiler, y tú lo que haces es tomar café por las tardes con tus amigas. Tú les das el café y el azúcar. Yo te doy el dinero. Me he portado bien contigo y tú me correspondes mal.' Pero no trabajaba, decía que no le alcanzaba, y así me di cuenta de que había engaño.»

Me contó entonces que le había encontrado un billete de lotería en el bolso sin que ella pudiera explicarle cómo lo había comprado. Poco después encontró en casa de ella una papeleta del Monte de Piedad, prueba de que había empeñado dos pulseras. Hasta ahí él ignoraba la existencia de las pulseras. «Vi bien claro que me engañaba. Entonces la dejé. Pero antes le di una paliza. Y le canté las verdades. Le dije que todo lo que quería era divertirse. Usted comprende, señor Meursault, yo le dije: 'No ves que la gente está celosa de la felicidad que te doy. Más tarde te darás cuenta de la felicidad que tenías.'»
Le había pegado hasta hacerla sangrar. Antes no le pegaba. «La golpeaba pero con ternura, por así decir. Ella gritaba un poco. Yo cerraba las persianas y todo concluía como siempre. Pero ahora es serio. Y para mí no la he castigado bastante.»
Me explicó entonces que por eso necesitaba consejo. Se interrumpió para arreglar la mecha de la lámpara que carbonizaba. Yo continuaba escuchándole. Había bebido casi un litro de vino y me ardían las sienes. Como no me quedaban más cigarrillos fumaba los de Raimundo. Los últimos tranvías pasaban y llevaban consigo los ruidos ahora lejanos del barrio. Raimundo continuó. Le fastidiaba «sentir todavía deseos de hacer el coito con ella.» Pero quería castigarla. Primero había pensado llevarla a un hotel y llamar a los «costumbres» para provocar un escándalo y hacerla fichar como prostituta. Luego se había dirigido a los amigos que tenía en el ambiente. Pero no se les había ocurrido nada. Y para eso no valía la pena ser del ambiente, como me lo hacía notar Raimundo. Se lo había dicho, y ellos entonces le propusieron «marcarla.» Pero no era eso lo que él quería. Iba a reflexionar. Pero antes deseaba preguntarme algo. Por otra parte, antes de preguntármelo, quería saber qué opinaba de la historia, Respondí que no opinaba nada, pero que era interesante. Me preguntó si creía que le había engañado, y a mí me parecía, por cierto, que le había engañado. Me preguntó si encontraba que se la debía castigar y qué haría yo en su lugar. Le dije que era difícil saber, pero comprendí que quisiera castigarla. Bebí todavía un poco de vino. Encendió un cigarrillo y me descubrió su idea. Quería escribirle una carta «con patadas y al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir.» Después, cuando regresara, se acostaría con ella, y «justo en el momento de acabar» le escupiría en la cara y la echaría a la calle. Me pareció que, en efecto, de ese modo quedaría castigada. Pero Raimundo me dijo que no se sentía capaz de escribir la carta adecuada y que había pensado en mí para redactarla. Como no dijera nada, me preguntó si me molestaría hacerlo en seguida y respondí que no.
Bebió un vaso de vino y se levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que habíamos dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa de noche una hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño cortaplumas de madera roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando me dijo el nombre de la mujer vi que era mora. Hice la carta. La escribí un poco al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para no dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y asintiendo con la cabeza, y me pidió que la releyera. Quedó enteramente contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.» Al principio no advertí que me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora eres un verdadero camarada, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada y él realmente parecía desearlo. Cerró el sobre y terminamos el vino. Luego quedamos un momento fumando sin decir nada. Afuera todo estaba en calma y oímos deslizarse un auto que pasaba. Dije: «Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme. Debía de tener aspecto fatigado porque Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir. En el primer momento no comprendí. Me explicó entonces que se había enterado de la muerte de mamá pero que era una cosa que debía de llegar un día u otro. Era lo que yo pensaba.
Me levanté. Raimundo me estrechó la mano con fuerza y me dijo que entre hombres siempre acaba uno por entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.

"El Extranjero" Albert Camus Where stories live. Discover now