IV

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Trabajé mucho toda la semana. Raimundo vino y me dijo que había enviado la carta. Fui dos veces al cine con Manuel, que nunca comprende lo que sucede en la pantalla. Siempre hay que darle explicaciones. Ayer era sábado, y María vino, como habíamos convenido. La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro de flor. Tomamos un autobús y fuimos a algunos kilómetros de Argel a una playa encerrada entre rocas y rodeada de cañaverales del lado de la ribera. El sol de las cuatro no calentaba demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y perezosas. María me enseñó un juego. Al nadar había que beber en la cresta de las olas, conservar en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida de espaldas para proyectarla hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje espumoso que se desvanecía en el aire o caía como lluvia tibia sobre la cara. Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal. María se me acercó entonces y se estrechó contra mí en el agua. Puso su boca contra la mía. Su lengua refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un momento.
Cuando nos vestimos nuevamente en la playa, María me miraba con ojos brillantes. La besé. A partir de ese momento no hablamos más. La estreché contra mí y nos apresuramos a buscar un autobús, regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la cama. Había dejado la ventana abierta y era agradable sentir derramarse la noche de verano sobre nuestros cuerpos morenos.
Esa mañana María se quedó y le dije que almorzaríamos juntos. Bajé a comprar carne. Al subir oía una voz de mujer en la habitación de Raimundo. Poco después, el viejo Salamano regañó al perro, oímos ruido de suelas y uñas en los peldaños de madera de la escalera y luego: «¡Cochino! ¡Carroña!» Salieron a la calle. Conté a María la historia del viejo y se rió. Tenía puesto uno de mis pijamas cuyas mangas había recogido. Cuando rió, tuve nuevamente deseos de ella. Un momento después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía importancia, pero que me parecía que no. Pareció triste. Mas al preparar el almuerzo, y sin motivo alguno, se echó otra vez a reír de tal manera que la besé. En ese momento el ruido de una disputa estalló en la habitación de Raimundo.
Se oyó al principio una voz aguda de mujer y luego a Raimundo que decía: «¡Me has engañado, me has engañado! Yo te voy a enseñar a engañarme.» Algunos ruidos sordos y la mujer aulló, pero de tan terrible manera que inmediatamente el pasillo se llenó de gente. También María y yo salimos. La mujer gritaba sin cesar y Raimundo pegaba sin cesar. María me dijo que era terrible y no respondí. Me pidió que fuese a buscar a un agente, pero le dije que no me gustaban los agentes. Sin embargo, llegó con el inquilino del segundo, que es plomero. Golpeó en la puerta y no se oyó nada más. Golpeó con más fuerza y, al cabo de un momento, la mujer lloró otra vez y Raimundo abrió. Tenía un cigarrillo en la boca y el aire dulzón. La muchacha se precipitó hacia la puerta y declaró al agente que Raimundo le había pegado. «Tu nombre», dijo el agente. Raimundo respondió. «Quítate el cigarrillo de la boca cuando me hablas», dijo el agente. Raimundo titubeó, me miró y se quedó con el cigarrillo. Entonces el agente le cruzó la cara al vuelo con una bofetada espesa y pesada, en plena mejilla. El cigarrillo cayó algunos metros más lejos. Raimundo se demudó, pero no dijo nada en seguida. Luego preguntó con voz humilde si podía recoger la colilla. El agente respondió que sí y agregó: «Pero la próxima vez sabrás que un agente no es un monigote.» Mientras tanto, la muchacha lloraba y repetía: «¡Me golpeó! ¡Es un rufián!» «Señor agente", preguntó entonces Raimundo, «¿permite la ley que se llame rufián a un hombre?» Pero el agente le ordenó «cerrar el pico.» Raimundo se volvió entonces hacia la muchacha y le dijo: «Espera, chiquita, ya nos volveremos a encontrar.» El agente le dijo que se callara, que la muchacha debía marcharse y él permanecer en la habitación aguardando que la comisaría lo citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse avergonzado de estar borracho al punto de temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le explicó: «No estoy borracho, señor agente. Estoy aquí, delante de usted, y tiemblo contra mi voluntad.» Cerró la puerta y todos se fueron. María y yo concluimos de preparar el almuerzo. Pero ella no tenía hambre; yo comí casi todo. A la una se fue y dormí un poco.
A eso de las tres llamaron a mi puerta y entró Raimundo. Me quedé acostado. Se sentó en el borde de la cama. Quedó un momento sin hablar y le pregunté cómo había ocurrido el asunto. Me contó que había hecho lo que quería, pero que ella le había dado un bofetón y entonces él le había pegado. En cuanto al resto, yo lo había visto. Le dije que me parecía que ahora estaba castigada y que debía de sentirse contento. Era también su Opinión, y observó que el agente había actuado bien, pero que no cambiaría en nada los golpes que ella había recibido. Agregó que conocía bien a los agentes y que sabía cómo había que manejarse con ellos. Me preguntó entonces si había esperado que respondiera al bofetón del agente. Contesté que no había esperado nada y que por otra parte no me gustaban los agentes. Raimundo pareció muy contento. Me preguntó si quería salir con él. Me levanté y comencé a peinarme. Me dijo entonces que era necesario que le sirviera como testigo. A mí me era indiferente, pero no sabía qué debía decir. Según Raimundo, bastaba declarar que la muchacha lo había engañado. Acepté servirle como testigo.
Salimos, y Raimundo me ofreció un aguardiente. Luego quiso jugar una partida de billar y perdí por un pelo. Después quería ir al burdel, pero le dije que no porque no tenía ganas. Regresamos lentamente mientras me decía cuánto celebraba haber logrado castigar a su amante. Estuvo muy amable conmigo y pensé que era un momento agradable.
Desde lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo Salamano, que tenía aspecto agitado. Cuando nos acercamos vi que no tenía consigo al perro. Miraba para todos lados, se volvía sobre sí mismo, trataba de perforar la oscuridad del pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a escudriñar la calle con los ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó qué le sucedía, no respondió inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba: «¡Cochino! ¡Carroña!», y continuaba agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro. Bruscamente me respondió que se había marchado. Luego, de golpe, habló con volubilidad: «Lo llevé al Campo de Maniobras como de costumbre. Había mucha gente en torno de los kioscos de saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey de la evasión'. Y cuando quise seguir no estaba más allí. Hace tiempo que estaba por comprarle un collar menos grande. Pero jamás hubiera creído que esa carroña pudiera marcharse así.»
Raimundo le explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que iba a volver. Le citó ejemplos de perros que habían hecho decenas de kilómetros para encontrar a su amo. A pesar de todo, el viejo pareció más agitado. «Pero ellos lo agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos alguien lo recogiera. Pero no es posible, da asco a todo el mundo con las costras. Los agentes lo agarrarán es seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y que se lo devolverían mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos serían elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: «¡Dar dinero por esa carroña! ¡Ah, que reviente!» Y se puso a insultarlo. Raimundo rió y entró en la casa. Le seguí y nos separamos en el rellano del piso. Un momento después oí los pasos del viejo que golpeó en mi puerta. Cuando abrí quedó un momento en el umbral y me dijo: «¡Discúlpeme, discúlpeme! ...» Le invité a entrar, pero no quiso. Miraba la punta de los zapatos y le temblaban las manos costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó: «¿No me lo han de agarrar, diga, señor Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué va a ser de mí?» Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de los propietarios y que después hacía con ellos lo que le parecía. Me miró en silencio. Luego dijo: «Buenas noches.» Cerró la puerta. Le oí ir y venir. La cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el tabique comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá. Pero tenía que levantarme temprano al día siguiente. No tenía hambre y me acosté sin cenar.

"El Extranjero" Albert Camus Where stories live. Discover now